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Gabriella Campbell

Los escritores no son personas normales (II)

AutorGabriella Campbell el 25 de octubre de 2013 en Divulgación

Dan Brown botas

En la primera entrega de este artículo, al hablar de rarezas y manías de escritores, os hablamos de aquellos que escribían de pie. Otra que prefería esta opción era Virginia Woolf, pero no por una cuestión de salud ni comodidad, sino por algo más retorcido: rivalidad. Woolf se pasó la infancia en dura competencia con su hermana, la pintora Vanessa Bell. Como Vanessa pintaba de pie, usando el caballete, y a Virginia le daba la impresión de que esto hacía que sus padres la favorecieran, debido al esfuerzo extra que implicaba trabajar de pie, decidió que ella haría lo mismo. Aunque si hablamos de la Woolf, como os podréis imaginar, no faltan preferencias curiosas, y una de ellas era el color morado. Escribía todo lo que podía con tinta morada, en libretas encuadernadas en piel violeta. Tenía también opiniones muy firmes sobre la experiencia lectora: Do not dictate to your author; try to become him. Be his fellow-worker and accomplice (No le dictes a tu autor; intenta convertirte en él. Sé su compañero de trabajo y cómplice).

Roald Dahl, el célebre escritor de libros infantiles, no escribía de pie, sino sentado, lo cual sería muy normal y aceptable si no lo hubiese hecho encerrado en un saco de dormir (qué queréis, en Inglaterra hace frío). Pocos llegan, sin embargo, al nivel de Víctor Hugo, quien se imponía tal disciplina para escribir que procuraba evitar toda tentación de abandonar su novela y salir al exterior. Para ello, guardaba su ropa bajo llave para no tener acceso a ella, dejándose poco más que un gran chal gris que ponerse, una prenda de punto que había comprado expresamente. Algo similar hacía el gran orador y escritor griego Demóstenes, quien se rapaba la mitad de la cabeza para obligarse a permanecer en su domicilio escribiendo hasta que creciera, por miedo a salir y hacer el ridículo. Ninguno de los dos llegaba a los extremos de T. S. Eliot, que al parecer en los años veinte se escondía en apartamentos desconocidos haciéndose llamar “el Capitán” o “Capitán Eliot”. Si alguien acudía a verlo, se pintaba la cara de verde para parecer enfermo.

Pero los hay que llevan todavía más lejos su obsesión por su arte. Aaron Sorkin, el guionista detrás de La red social, El ala oeste de la Casa Blanca o The Newsroom, prueba en voz alta todos sus diálogos para comprobar su verosimilitud. Este es un truco bastante utilizado por parte de escritores, pero Sorkin lo lleva al extremo, en el 2010 se tomó tan en serio el diálogo que estaba interpretando que le dio un cabezazo a un espejo. Sorkin se lamentó de tener que confesar que se había roto la nariz escribiendo, en vez de en una pelea de bar o algo por el estilo.

No obstante, el que se lleva la palma es Dan Brown. Cuando Brown se bloquea, se coloca unas botas de inversión y se cuelga boca abajo de un marco especialmente diseñado para ello. Asegura que funciona; desde luego así se asegura de que le llegue la sangre al cerebro.

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Los escritores no son personas normales (I)

AutorGabriella Campbell el 23 de octubre de 2013 en Divulgación

Escritores normales

Cuantos más escritores conozco, más tiendo a encontrar grupos y subgrupos de autores. Cada hombre o mujer es un mundo, es cierto, pero es divertido clasificar a los demás en la cabeza de uno de manera casi inconsciente. Por un lado, está el escritor experto en mercadotecnia, el que concibe su obra como un producto y lo vende como tal; por otro lado está el artista, el escritor puro, aquel cuya creación es un acto excelso fruto de la inspiración más elevada. Por supuesto que casi todos los escritores caen en el grisáceo terreno intermedio, y de vez en cuando uno da con un escritor de gran talento que invierte una considerable cantidad de tiempo en trabajar sus habilidades y en promocionar, con gusto y tiento, su obra, pero nada es tan interesante (o irritante) como dar con alguno de los que se encuentran en el lado más alejado del espectro.

No nos centraremos ahora en los grandes vendedores, en esos comerciales de lo escrito que utilizan cualquier medio a su alcance (sea legal, ético, o no) para intentar que su obra sea rentable. Ya os hemos hablado de autores que pagan por recibir reseñas positivas, por ejemplo, y de los negocios que se crean alrededor de este tipo de escritor, desde tipos de coedición poco ortodoxos al tráfico directo de influencias más descarado y nefasto. Hablaremos ahora de los que consideran la escritura como el más sublime arte, y que se enfrentan a esta tarea con rituales que se distancian de la normalidad.

Algo hemos comentado ya de las pequeñas (y grandes) manías de los escritores reconocidos, pero es que el tema da para bastante. Una de mis manías favoritas es aquella que lleva a los escritores a realizar su trabajo de pie, y aunque esto puede partir de muchas razones, algunas lógicas y otras no tanto, hoy en día es una costumbre que empieza a ponerse de moda, debido al poco saludable hábito de estar sentados delante del ordenador durante demasiadas horas, con sus correspondientes problemas de espalda y de postura en general. Podemos encontrar inventos como las mesas para trabajar de pie, o incluso bicis estáticas que nos permiten hacer ejercicio mientras usamos el ordenador. Pero mucho antes de que comenzaran a aparecer estas novedades, muchos escritores famosos ya tenían esta costumbre de trabajar de pie. Hemingway, por ejemplo, Lewis Carroll, Thomas Wolfe (que escribía sobre un frigorífico) o Nabokov. Más cercanos a nuestro tiempo tenemos a Philip Roth, que escribe (o escribía, ya que asegura que se ha jubilado) usando un atril, andando de un lado a otro mientras reflexiona sobre lo escrito. Asegura que anda unos 800 metros por cada página que crea.

Pero detrás de costumbres que pueden parecer anormales, puede haber explicaciones perfectamente razonables (por no hablar de que en muchas ocasiones las supuestas manías de los escritores son exageraciones de la realidad perpetradas por familiares y conocidos). Es el caso de Joyce, de quien se dice que escribía siempre vestido con una chaqueta blanca y con una cera gorda azul sobre el papel. Según la escritora y autora Celia Blue Johnson, que publicó un libro muy detallado sobre rituales y costumbres extrañas de grandes de la literatura, esto se debía a una razón muy sencilla. Joyce tenía muchos problemas de vista (se había sometido a más de veinte operaciones que en nada habían mejorado su dolencia), y por esto necesitaba de una cera grande para ver lo que escribía. La chaqueta blanca, por otro lado, reflejaba mejor la luz artificial que usaba para escribir de noche. Así que, como podéis comprobar, no todas las manías responden a la excentricidad. De ello seguiremos hablando en la siguiente entrega del artículo.

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Las mejores historias mitológicas (III)

AutorGabriella Campbell el 11 de octubre de 2013 en Divulgación

Tu Er Shen

Como muchos sabréis, otra mitología repleta de belleza y de historias curiosas es la china. Sus leyendas están llenas de afecto por lo maravilloso: por la magia, los hechizos, las pociones y las criaturas extraordinarias. Es difícil elegir en un fondo tan inmenso de textos, pero una de las historias que me ha resultado más llamativa ha sido la de Tu Er Shen, el dios conejo, la divinidad que protege y ayuda a los hombres homosexuales.

Tu Er Shen era, en principio, un hombre mortal, llamado Hu Tianbao. Se enamoró con locura de un magistrado local, que era guapo e inteligente, y lo seguía allí donde iba. Finalmente, lo pillaron espiando al magistrado mientras este estaba desnudo (o haciendo sus necesidades, la información que he encontrado es confusa en este aspecto). El magistrado montó en cólera e hizo que lo apalearan, hasta que confesó que su crimen se debía al hecho de que estaba enamorado del hermoso funcionario. Esto no hizo sino incrementar la ira del objeto de su afecto, quien ordenó que siguieran apalizándolo hasta su muerte.

A los encargados del inframundo esto les pareció muy injusto, ya que el pecado de Hu Tianbao había sido por amor, y consideraban que la muerte había sido un castigo muy extremo. Así que le concedieron dones divinos, y pudo aparecérsele a un conocido suyo del distrito de Fujian, a quien le explicó su nuevo carácter sobrenatural y le solicitó que construyera un templo en su honor. El culto a la nueva divinidad, Tu Er Shen, se propagó con cierta rapidez y bastante cariño, y en varias provincias de China pueden todavía encontrarse templos, imágenes y referencias a su seguimiento. La imagen más conocida de su culto es la de dos hombres que se abrazan, uno mayor y otro más joven (lo que nos recuerda a la relación entre erastés y erómeno en la tradición griega), si bien más adelante, con la influencia del cristianismo y de ciertas escuelas budistas y taoístas, esta imagen comenzó a atribuirse a una simple relación de hermanos o incluso de hombres luchando uno contra otro.

No es la única historia que relata deseo y amor homosexual en la tradición mitológica china. Era corriente en esta textualidad, por ejemplo, que los espíritus o xian buscaran mantener relaciones con seres humanos, para lo que adoptaban forma corpórea; a estos seres poco parecía importarles el sexo de su amante. En otras ocasiones la relación homoerótica responde a otra necesidad: según la creencia en el karma, amantes que en otras vidas eran de sexos opuestos podían reencontrarse en una nueva vida como miembros del mismo sexo, como ocurre en la leyenda del sabio y del hombre zorro, donde el sabio había sido una hermosa mujer que había preferido quitarse la vida antes que ser violada por bandidos. Como en el budismo tradicional se consideraba que la condición masculina estaba por encima de la femenina, la mujer fue recompensada por su castidad reencarnándose en hombre, mientras que su amado marido, que acabó por unirse a los mismos bandidos y llevar una vida malvada, se reencarnó en un zorro. Buscando a su querida esposa, consiguió gracias a la alquimia transformarse de nuevo en hombre. Al encontrarse con el sabio que en otro tiempo había sido su mujer, el hombre zorro no tuvo ningún problema para mantener relaciones con este, perpetuando la noción de que, en el amor de verdad, el sexo de cada uno es lo de menos.

La maravillosa carta de Robert Heinlein a Theodore Sturgeon

AutorGabriella Campbell el 3 de octubre de 2013 en Divulgación

Robert Heinlein

Aunque hoy en día, gracias al éxito de libros como El señor de los anillos o Harry Potter, y a películas de ciencia ficción con grandes efectos especiales, el género fantástico en general goza de una aceptación bastante popular, este es un fenómeno relativamente reciente. Los grandes pioneros de la ci-fi tuvieron que luchar por hacerse hueco en un entorno literario en el que lo fantástico se consideraba un subgénero y, como ocurre en cualquier formación o grupo de personas con gustos minoritarios, se forman vínculos muy especiales de amor y odio. Algo así debía de sucederles a dos de los grandes de la ciencia ficción, Robert Heinlein y Theodore Sturgeon, dos escritores con estilos y temáticas muy distintas, pero unidos por una pasión en común por la ficción especulativa.

En 1962, Sturgeon dio un discurso como invitado de honor en la convención mundial de ciencia ficción de Chicago. En este, narró una anécdota acerca del problema de la página en blanco y de cómo Heinlein lo ayudó a salir de su bloqueo:

“Una vez tuve una racha horrible de sequía creativa. Fue una sequía desesperada, y había muchas cosas que dependían de que yo volviera a escribir. Finalmente, le escribí a Bob Heinlein. Le conté mis problemas; que no podía escribir (tal vez porque no tenía ideas en mi cabeza con las que contar una historia). Y no sé cómo lo hizo, pero en su carta de vuelta me envió 26 ideas para una historia. Algunas tenían una página y media de extensión; otras solo eran un renglón o dos. Quiero decir que eran ideas para historias por las que algunos escritores habrían dado su oreja izquierda. Algunas eran simplemente sugerencias; solo pequeñas pistas, cosas que inspirarían a un escritor, como “el fantasma de un gatito recorriendo la eternidad, buscando un regazo familiar donde sentarse”.

Este Heinlein mecánico, recubierto de cromo, tiene un gran corazón. Le había hablado de mis problemas para escribir, pero no le había dicho nada de mis demás contrariedades, sin embargo, junto a la pila de ideas para historias había un cheque por cien dólares, con una nota escrita a mano que decía tengo la sospecha de que tu crédito anda torcido.

Es muy difícil que palabras como gracias puedan servir para un hombre capaz de hacer una cosa así”.

No sé qué pensaréis vosotros, pero a mí me emociona la idea de que dos grandes de la literatura de ciencia ficción, dos padres de la ci-fi tal y como hoy la conocemos, tuvieran una relación tan productiva. Y tal vez sirva para que muchos veamos a Heinlein, a quien la crítica ha acusado en varias ocasiones (sobre todo tras la aparición de su obra Tropas del espacio) de fascismo y militarismo, con una luz muy distinta. Por otro lado, la carta completa de ideas que le envió a Sturgeon aturde, por la mente tan poderosa que produce, en una sola sentada, una cantidad de preguntas y nociones que tendrían ocupado a un escritor de ciencia ficción durante toda su vida. Podéis leer la epístola completa de Heinlein, traducida por Eduardo López para la revista Cuásar, en este enlace.

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Las mejores historias mitológicas (II)

AutorGabriella Campbell el 2 de octubre de 2013 en Divulgación

Minotauro

Más allá de sentarnos alrededor de una hoguera, como en tiempos pretéritos, y de narrar buenas historias a la luz de la lumbre, acerquémonos a las posibilidades que nos concede este medio. No tenemos lumbre (bueno, tal vez alguno de los que leéis tenéis chimenea encendida en casa, aunque sería raro en estas fechas), ni ambiente de historias, pero tenemos esta pantalla y estas palabras para introducirnos en uno de los temas que, personalmente, más me han fascinado desde que aprendí a leer. Ya hablemos de dioses griegos, romanos, hindúes, egipcios, héroes escandinavos o britanos, las gestas de los grandes hombres y mujeres (sean trágicas o cómicas, aunque, reconozcámoslo, las mejores son las terriblemente tristes) suelen ser hipnóticas. Algunas son muy concretas, como las aventuras de Ulises al regresar de la guerra de Troya, gracias al arte de Homero (o de quien escribiera la Odisea), pero otras son eternas, se transforman conforme una cultura invade a otra, se mantiene su esencia con el paso de los años. Tal vez por esto se repite, una y otra vez, en cine, televisión, literatura, el mito del minotauro.

La mitología griega está repleta de monstruos nacidos de un padre humano o una madre humana junto con una bestia. De esta combinación pueden nacer bellezas, sobre todo si el animal era realmente un dios, como ocurrió con Helena de Troya, la misma por la que se originó la conocida guerra de Troya (y la Ilíada), que salió de un huevo de su madre Leda, quien copuló con un Zeus transformado en cisne. Pero también ocurren desgracias cuando se unen mujeres divinas con animales, y por esto, cuando la reina Pasífae de Creta tuvo relaciones con un impresionante toro blanco (impulsada por un deseo incontenible debido a una maldición de Poseidón, o de Afrodita, según la versión), de ella salió el Minotauro, una criatura terrible que el rey cornudo de Creta encerró en un laberinto. Le sacrificaba jóvenes de estados y ciudades conquistadas, y hasta la llegada de Teseo vivió perdido en aquella curiosa cárcel. El famoso héroe ateniense, con la ayuda de la princesa Ariadna, pudo entrar en el laberinto, derrotar a la bestia, y encontrar la salida valiéndose de un hilo que había atado a la entrada.

El mito tiene muchas ramificaciones: la historia de Ariadna, que escapó de Creta y de su padre para acabar abandonada en una isla por Teseo; el mito del propio Teseo, uno de los héroes fundadores de Grecia, protagonista de innumerables aventuras; o la narración acerca de Dédalo, el sabio que construyó el laberinto para el rey de Creta, y que luego intentó escapar de las garras de este junto con su hijo, Ícaro, quien se acercó demasiado al sol y perdió las alas de cera que lo sostenían en el aire. Pero el fiero monstruo Minotauro, con cuerpo de hombre y cabeza de toro, es seguramente el más atractivo; pese a su carácter sanguinario es difícil no sentir cierta lástima por el hijo bastardo, no deseado, despreciado por sus progenitores y por la sociedad en la que nació, encerrado para siempre en una prisión puzle. Tal vez por esto ha permanecido su imagen en el mundo artístico, por mucho que se hayan ofrecido explicaciones y teorías verosímiles acerca de la realidad de su existencia: un sacerdote con una cabeza de toro como casco; un instrumento de tortura en la Antigüedad con forma de toro, en el que se introducía a las víctimas y se calentaba hasta asarlos vivos; incluso como metáfora del poder de Creta al devorar a pueblos vecinos.

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Una princesa y una rana

AutorGabriella Campbell el 30 de septiembre de 2013 en Divulgación

Princesa y la rana

¿Quién no ha escuchado alguna variante de la famosa frase hay que besar muchas ranas (o sapos) antes de encontrar a un príncipe? El cuento de la princesa que besó a una rana (o a un sapo, según la versión) es otra de esas historias que sobrevive generación tras generación, y ahora, con la más reciente interpretación de Disney (si bien esta tiene más relación con la obra de E. D. Baker, La princesa rana, que con el cuento tradicional), es más popular que nunca.

El argumento más conocido es el siguiente: una princesa está jugando en el jardín con una pelota dorada, y se le cae a un pozo. Una rana encantada le ofrece devolverle la pelota si accede a darle un beso. La princesa, aunque asqueada, se muestra de acuerdo y besa al anfibio. Entonces este se transforma en príncipe, revelando que había sido convertido en rana por alguna bruja, brujo o lo que fuera, se casan y comen perdices y etc.

Como suele ocurrir con los cuentos infantiles, esta no es más que la versión simplificada que ha llegado hasta nuestros días. En la historia original, procedente de Alemania y recogida por los hermanos Grimm, es bastante más elaborada. En esta, la princesa no besa a la rana, el acuerdo es muy distinto: la rana recupera la pelota dorada para la princesa a cambio de que esta sea su amiga, que lo comparta todo con él: comida, tiempo, incluso cama. Una vez tiene su pelota de vuelta, la princesa ignora su parte del trato e intenta huir de la rana, pero su padre el rey, al conocer el acuerdo entre ellos, la obliga a cumplir con su palabra. Comen juntos y, más tarde, la repulsiva rana intenta introducirse en su cama. La princesa la expulsa de su lecho una y otra vez hasta que, finalmente, indignada, agarra al anfibio y lo lanza contra la pared. Con el golpe, se rompe el hechizo y la rana recupera su forma original de apuesto príncipe. Parece que esta forma le resulta más aceptable a la princesa, ya que a partir de ahí permite al hombre-rana que acceda a su cama y duermen juntos “con placer” (sic). Obviamente el tema ha sido carne de especulación para psicoanalistas y todo tipo de intérpretes, pues la idea de que una joven virgen se comporte como una niña malcriada hasta que se introduce un varón en su lecho da bastante de sí.

El final del cuento es menos conocido aún, y es el que da título alternativo al cuento tradicional, Enrique el Férreo. Tras la noche de placer del príncipe y la princesa, montan en un carruaje para regresar al reino de este. Escuchan un terrible sonido y descubren que son unas bandas de hierro que se rompen: las que Enrique, el sirviente más fiel del príncipe y su chófer, se había colocado alrededor del corazón para impedir que este se rompiera cuando descubrió que su señor había sido transformado en rana. Esta parte del cuento podría derivar de una leyenda alemana mucho más antigua, titulada Pobre Enrique (pero esa, podríamos decir, ya es otra historia).

Por otro lado, existe otro cuento popular muy distinto en el que la rana es una princesa que supera diversas pruebas para casarse con un príncipe, que luego a su vez debe superar numerosos obstáculos para reencontrarse con ella y vivir felices para siempre. Esta historia es bastante diferente al texto alemán de los Grimm, sus orígenes se encuentran tanto en el folclore ruso como en el italiano, con la aparición estelar de uno de los personajes más populares del acervo ruso: la bruja Baba Yaga. De cualquier manera, podemos deducir, como suele ocurrir con todas las narraciones modernas basadas en cuentos populares, que los textos tradicionales suelen ser bastante más interesantes.

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Carta de H. G. Wells a James Joyce

AutorGabriella Campbell el 30 de septiembre de 2013 en Divulgación

Carta de H. G. Wells

Todos sabemos que la prosa de Joyce no era (ni es) del gusto de todos, sobre todo cuando es tan inescrutable como el Ulises o Finnegan’s Wake. Parece que uno de los padres de la ciencia ficción moderna, creador de La guerra de los mundos y de La máquina del tiempo, era uno de sus detractores, a pesar del cariño que le profesaba a nivel personal. Queda aquí patente, en la carta que le escribió al escritor irlandés el 23 de noviembre de 1928 (la traducción es mía, así que disculpad posibles errores):

“Mi querido Joyce:

Te he estado estudiando mucho, y pensando en ti. El resultado es que no creo que pueda hacer nada respecto a la promoción de tu obra. Tengo un enorme respeto por tu genio desde tus primeras obras, y ahora siento una gran simpatía por ti, pero tú y yo seguimos caminos muy diferentes. Tu formación ha sido católica, irlandesa, subversiva; la mía, la poca que tuve, fue científica, constructiva y supongo que inglesa. Mi mente se enmarca en un mundo donde un proceso grande de unificación y concentración es posible (un incremento del poder y del alcance gracias a la economía y a la concentración de esfuerzo), un progreso no inevitable, pero interesante y posible. Ese juego me atrajo y me tiene sujeto. Para él necesito un lenguaje, una expresión, lo más sencilla y clara posible. Tú comenzaste siendo católico, es decir, que empezaste con un sistema de valores en claro contraste con la realidad. Tu existencia mental está obsesionada con un sistema monstruoso de contradicciones. Puede que creas en la castidad, la pureza y el Dios personal, y por eso siempre estás soltando gritos de coño, mierda e infierno. Como no creo en estas cosas más que como valores muy personales, mi mente nunca se ha escandalizado por la existencia de váteres y vendas menstruales, e infortunios inmerecidos. Y mientras que a ti te criaron con la ilusión de la represión política, a mí me criaron con la ilusión de la responsabilidad política. Esto puede parecer una cosa genial ante la que rebelarte y con la que cortar. Para mí no lo es, en absoluto.

Ahora, en cuanto a este experimento literario tuyo. Es algo digno de consideración, porque tú eres un hombre muy digno de consideración y tienes en tu composición abarrotada un genio grandioso para la expresión, un genio libre de restricciones. Pero no creo que nos lleve a ninguna parte. Le has dado la espalda al hombre común, a sus necesidades básicas y a su limitado tiempo e inteligencia, y lo has hecho todo más complicado. ¿Cuál es el resultado? Grandes acertijos. Tus últimas dos obras han sido mucho más divertidas y emocionantes de escribir que jamás lo serán de leer. Tómame a mí como lector común. ¿Obtengo mucho placer de este trabajo? No. ¿Siento que obtengo algo nuevo e iluminador como cuando leo la horrible traducción de Anrep de ese libro mal escrito de Pavlov sobre reflejos condicionados? No. Así que pregunto: ¿quién diablos es este Joyce que exige tantas horas del escaso par de miles que me quedan por vivir para poder apreciar de forma adecuada sus manías y caprichos y destellos de representación?

Todo esto desde mi punto de vista. A lo mejor tú tienes razón, y yo estoy equivocado por completo. Tu trabajo es un experimento extraordinario y yo me tomaría muchas molestias por salvarlo de cualquier interrupción destructiva o restrictiva. Tiene sus creyentes y su seguimiento. Que disfruten de ello. Para mí es un callejón sin salida.

Mis mejores deseos para ti, Joyce. No puedo seguir tu bandera de la misma forma que tú no puedes seguir la mía. Pero el mundo es ancho y hay espacio para que ambos estemos equivocados.

Tuyo,

H. G. Wells

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Las mejores historias mitológicas (I)

AutorGabriella Campbell el 27 de septiembre de 2013 en Divulgación

Muchas páginas se han llenado acerca de las diferencias teóricas y prácticas entre mito, leyenda y cuento popular. El mito suele pertenecer a una categoría superior, es un texto versátil que se adapta al paso del tiempo pero que permanece, a la vez, en la mente colectiva, que sobrevive a modas y a épocas, una entidad que sirve para explicar los grandes misterios de la humanidad, que atrapa y encandila al hombre de ahora tanto como al de antes. Por supuesto, la línea divisoria entre el mito y el cuento es entrecortada; muchas de las funciones del cuento clásico, cualquiera de las señaladas por Vladimir Propp, por ejemplo, pueden observarse en determinados mitos. Pero en lo que muchos teóricos suelen coincidir es en que el mito posee elementos de significado universal, y que contiene un poder de atractivo innegable.

Uno de mis mitos favoritos es el que atañe a las estaciones del año, en concreto a las estaciones de siembra y recogida, que a fin de cuentas era lo importante en los tiempos en los que el mito arraigó. Hay muchas historias que explican el cambio de las estaciones, todas poéticas, algunas románticas, pero pocas son tan imaginativas como el mito de Perséfone. La bella y joven Perséfone era la hija de Deméter, diosa del cereal y de los campos en general. Deméter era una Madre Tierra clásica, representación de la fertilidad, de la nutrición, del crecimiento. Formaba parte del panteón principal de las divinidades de la Antigua Grecia, era hermana de Zeus, señor de los dioses del Olimpo, e hija de Cronos, representación divina del tiempo, y de Rea, la madre protectora que salvó a Zeus de ser devorado por su padre. Por su carácter ahistórico, es muy probable que Deméter proviniera de un culto anterior al olímpico, ya que la figura de una divinidad fértil para los campos nace con la mismísima agricultura. Teniendo en cuenta que los dioses por aquel entonces eran pocos, y bastante incestuosos, no es de extrañar que tuviera una hija, Perséfone, con su propio hermano, Zeus.

Perséfone fue raptada por Hades, señor de los infiernos, hermano a su vez de Zeus y de Deméter, que vio en su sobrina un trozo bastante apetecible de carne olímpica. La historia es larga, pero para resumir y ahorrarnos múltiples versiones y desarrollos secundarios, concluyamos en que al final, tras variados enfrentamientos por este tema entre Hades y Deméter, que quería a su hija de regreso, se acordó que Hades permitiría que la hermosa Perséfone pudiera salir del inframundo durante nueve meses al año, mientras que los restantes tres los pasaría con el señor de los muertos (no he encontrado mención alguna acerca de qué opinaba la pobre Perséfone de todo este entuerto). Y es por esta razón por la que durante nueve meses, en los que Deméter tiene a su hija en casa, los campos brotan y florecen, mientras que durante los otros tres, los meses de invierno, todo está vacío y estéril, ya que la diosa de la agricultura llora la ausencia de su pequeña. Y sí, no es así de sencillo, no son exactamente tres y seis meses, y con el desarrollo de la agricultura, el barbecho y la rotación de cultivos, esto ha dejado de ser determinante en la cosecha, pero sigue siendo una historia curiosa, una bella forma de explicar el cambio de las estaciones.

En la segunda parte del artículo hablaremos de otros mitos curiosos, de otras historias que han sobrevivido, de una forma u otra, hasta nuestros días.

Grandes escritores y sus musas (II)

AutorGabriella Campbell el 25 de septiembre de 2013 en Divulgación

Salman Rushdie

En la primera parte de este artículo hablamos de algunos binomios bastante conocidos de inspirados e inspiradores. A continuación nos detendremos en algunos ejemplos más. Es digno de mención que la musa es, en la mayoría de las ocasiones, una entidad traviesa y maléfica, que proporciona al artista mayor gloria y talento cuanto mayor es su duelo. Se dice que del sufrimiento nacen las grandes obras, y de la armonía el arte más blando y comercial, y aunque habrá musas dulces, generosas y buenas, las más influyentes han sido crueles, representantes del amor atormentado, de amores no correspondidos o rechazados por la sociedad. Empezamos de nuevo con los sufridos griegos:

4. Propercio y Cintia: Sexto Propercio dedicó la mayor parte de su vida poética a la mujer conocida como Cintia. Su nombre real era Hostia, y se presupone que era una liberta o cortesana bastante veleta en sus relaciones, exigente y culta, también poeta. Propercio le dedicó innumerables versos de gran potencia lírica. Aunque el corazón del poeta terminó por enfriarse, al parecer por los interminables desprecios de su amada, tras la muerte de esta volvió a escribirle, esta vez con versos reflexivos, dominados por una pasión triste y morbosa, como atestiguan algunas de sus palabras más famosas, las del fantasma de Cintia cuando se le aparece y le increpa, celosa, el polvo de tus huesos se mezclará con el de los míos.

5. Sor Juana Inés de la Cruz y María Luisa Manrique de Lara, marquesa de la Laguna: Sor Juana Inés era una de las mujeres más inteligentes de su tiempo, y tuvo varias mecenas femeninas a las que les escribió poesía al estilo de la época, pero ninguna tan ardiente como la que le dedicaba a su amiga la marquesa, su principal benefactora. La joya favorita de la corte del virreinato mexicano en pleno siglo XVII, la vida de Juana Inés Asbaje y Ramírez de Santillana estaba abocada al matrimonio, pero consiguió evitarlo ingresando en una orden monástica. Se ha llegado a considerar que su repugnancia hacia las nupcias podría deberse a una posible homosexualidad, pero las restricciones que este tipo de unión le impondrían a una mujer tan excepcional eran mucho mayores que las que le imponía la vida religiosa, que en su caso no era muy severa y le permitía recibir visitas, poseer una amplia biblioteca y participar en la vida intelectual de Nueva España; por lo que esta elección fue seguramente más racional que amorosa. Juana Inés escribía poesía ardiente al estilo de su tiempo, marcado por las formas del amor cortés, pero sí es cierto que los versos dedicados a su amiga María Luisa reflejan una devoción que, aunque no necesariamente carnal, debía de ser muy profunda.

Hemos hablado de apenas un puñado de musas y escritores (y escritoras), pero sin duda hay muchos más. Tenemos a Vivienne Eliot, esposa del poeta y crítico estadounidense T. S. Eliot; a Lucía Joyce, hija del afamado James, y toda una princesa de entre las flappers de los años 20; a la modelo y actriz Padma Lakshmi, casada durante tres años con el novelista Salman Rushdie, que se inspiró en ella para crear uno de los personajes principales de la novela Furia. ¿De qué otras grandes musas no hemos hablado? ¿Cuáles son vuestras favoritas? Esperamos, como siempre, vuestras respuestas en los comentarios.

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Grandes escritores y sus musas (I)

AutorGabriella Campbell el 17 de septiembre de 2013 en Divulgación

Zelda Sayre

Las musas, aquellas hermosas divinidades que bajaban del monte Parnaso para inspirar a los artistas durante la Antigüedad, fueron convirtiéndose poco a poco en personas de carne y hueso. Una mujer bella inspiraba un soneto o una estatua, una mujer valiente inspiraba un poema épico o una tragedia, una mujer de talento inspiraba una danza. Por supuesto eran casi siempre mujeres, mientras fueron los hombres los que escribieron, compusieron y pintaron; con el paso de los siglos y la presencia cada vez más notable de la mujer artista, comenzaron a cobrar importancia también las musas masculinas, los inspiradores hombres, ya fuera por belleza, inteligencia o pasión.

Las musas no son siempre amantes de sus artistas, pero esto, como era de esperar, ayuda. Nada como lo sexual y amoroso para despertar los efluvios del arte y la creación. Nada como el acto de procreación para procrear. No obstante, las relaciones platónicas, propias por ejemplo del amor más espiritual y elevado, o del afecto y admiración entre buenos amigos o familiares, también han resultado ser excelentes incentivos. A continuación hablaremos de algunas de las parejas más conocidas de artistas e inspiradores.

1. Catulo y Lesbia: El pobre Gayo Valerio Catulo, que nació en el 84 a. C. y se dio a conocer como poeta en los círculos nobles de Roma, se enamoró de una mujer casada, Clodia, a la que le escribió versos con el nombre de Lesbia, en referencia al amor que ambos compartían por la obra de la poetisa Safo de Lesbos. Parece ser que Clodia era de cascos ligeros y que, por mucho que le prometiera amor y fidelidad a Catulo, era incapaz de resistirse a los encantos de otros hombres. Esto atormentaba al pobre artista, pero a este amor terrible le dedicó sus mejores palabras. No fue Clodia su única musa, eso sí; también escribió versos amorosos al joven y bello Juvencio.

2. Lewis Carroll y Alice Liddell: Una de las relaciones más polémicas de la literatura, debido a la afición del autor de Alicia en el país de las maravillas por la fotografía de menores en paños ídem. Aunque algunos argumentan que se trataba de una práctica más o menos habitual en la época, el tipo de afecto de Carroll por Liddell ha sido cuestionado en múltiples ocasiones. Sea como fuere, el resultado fue una historia que marcó a la literatura fantástica, y la imaginación de niños y adultos, para siempre.

3. Si se le preguntara al estadounidense medio por la gran novela americana, algunos hablarían de Hemingway, otros de Faulkner y otros de Salinger, pero tarde o temprano saldría mencionado El gran Gatsby. F. Scott Fitzgerald trabajó duro para conseguir la mano de la favorita de la alta sociedad Zelda Sayre, y no dejó de perseguirla hasta que la obtuvo. Zelda fue su principal motor e inspiración durante años, pero también un aliciente para su alcoholismo y una vida de opulencia que no podía permitirse a nivel económico. Era, además, una mujer inestable que sufría de esquizofrenia y que pasó gran parte de su vida en distintas instituciones mentales.

En la segunda parte de este artículo hablaremos de otras musas que han marcado el mundo de la literatura. Sin ellas, la obra de los escritores que estamos analizando habría sido bastante diferente a la que hoy en día disfrutamos.

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