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Juan Manuel Santiago (Página 6)

John Wayne y un ornitorrinco entran en un saloon…

AutorJuan Manuel Santiago el 25 de diciembre de 2012 en Divulgación

Albert of Adelaide

Los lectores más avezados habrán reparado en que el título de esta entrada se inspira en Platón y un ornitorrinco entran en un bar, de Thomas Cathcart. ¿Significa eso que vamos a hablar de libros de filosofía? No, pero sí vamos a hacerlo de ornitorrincos. En concreto, de Albert, el simpático protagonista de Albert of Adelaide, de Howard Anderson, que próximamente será publicada por RBA y que apunta maneras de sorpresón de la temporada.

Albert es un prófugo del zoológico de Adelaida y se interna en el Gran Desierto para buscar la Vieja Australia, el territorio mítico de sus ancestros. En vez de eso, se mete en mil y una aventuras, que lo terminan convirtiendo en una especie de Robin Hood del desierto. Albert se alía con un uombat alcohólico y un diablo de Tasmania un pelín zumbado para luchar contra los mafiosos locales (una zarigüeya y un ualabí), la amenaza de los dingos montaraces, y la xenofobia y el desprecio de los canguros y bandicuts. Albert of Adelaide es una historia dura, de perdedores que intentan trascender todos los obstáculos que se interponen entre ellos y su sueño, contada con la épica de un western de John Ford, la crudeza de un western de Sam Peckimpah y la economía de medios de un western de Sergio Leone. También es un retrato de la contradictoria Australia, tan acogedora con los emprendedores pero, al mismo tiempo, tan racista con los aborígenes. Es, por definirla de alguna manera, lo que le habría salido a Robert Crumb si adaptara Hell on Wheels o Deadwood al cómic, pero situando la acción en Australia y añadiendo animalitos.

Animalitos. Esta es la clave. Lo que hace que Albert of Adelaide funcione como un novelón (aparte de lo bien escrita que está) es el tono de fábula. La presencia de animales, desde Esopo hasta nuestros días, pasando por Lafontaine y Samaniego, es una coartada argumental para presentar los vicios y virtudes de los seres humanos. El mensaje se entiende mejor si introducimos en la narración una cigarra y una hormiga… o una granja en la que los cerdos se hacen con el poder, como hacía George Orwell en Rebelión en la granja, que es otro de los referentes ineludibles de Howard Anderson.

Que quede claro: no estamos hablando de novelas con animalitos que hablan (y aquí podríamos remontarnos a Alicia en el País de las Maravillas, de Lewis Carroll, El viento en los sauces, de Kenneth Grahame, El mago de Oz, de L. Frank Baum o, ya puestos, hasta la teleserie Alfred J. Kwak o la película Porco Rosso), sino de novelas para adultos en las que los animales han sido humanizados para que la moraleja de la fábula se entienda mejor. Novelas en las que se ha antropomorfizado personajes animales.

Los referentes son la ya citada Rebelión en la granja, de George Orwell y La colina de Watership, de Richard Adams. Dos obras maestras indiscutibles a las que Albert of Adelaide, pese a ser una buena novela, tal vez no se acerque, ni literaria ni antropomorfizadoramente hablando, pero con las que tiene una deuda evidente.

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Los cinco mejores finales de la ciencia ficción

AutorJuan Manuel Santiago el 19 de diciembre de 2012 en Divulgación

Muerte de la luz

En entradas anteriores hemos visto los diez finales de libro más odiosos de la historia de la literatura, esas magníficas (o dejémoslo en prometedoras) obras que iban muy bien, hasta que, de repente, un giro argumental mal planteado, un mal día por parte del autor o lo que doy en llamar el «efecto Spielberg» (adivinen por qué) los echa a perder en apenas una de página, o un párrafo, o incluso una línea. Estaremos más o menos de acuerdo con la elección de estos despropósitos, pero una cosa está clara: disuaden al lector de seguir leyendo más obras de los autores de marras, por mucho que nos gusten.

Pero también hay ejemplos del fenómeno contrario. Entiéndanme, no estoy hablando de novelas malas como un dolor que, de manera incomprensible, acaban bien, que las hay, y les voy a poner un ejemplo: El camino del trono, de Ange Guéro. Es una novela de fantasía épica que transcurre de manera anodina y predecible hasta que, en la última página, hay un giro argumental de esos que hacen que se te desencaje la mandíbula y te quedes con las ganas de leer las dos novelas siguientes de la trilogía de Ayesha. Pero claro, el truco consiste en eso: los autores se marcan un cliffhanger cojonudo para dejar al lector con ganas de más. Así cualquiera.

No, no. Estoy hablando de novelas autoconclusivas (aunque algunas acabaron convirtiéndose en sagas, en vista del éxito) que, con independencia de lo buenas que sean o dejen de ser, tienen finales simplemente perfectos, de los que pasarán a la historia de la literatura. Como soy muy «del terruño», haré patria con cinco ejemplos de novelas de ciencia ficción con final perfecto, que no feliz.

No creo que la capacidad de George R. R. Martin para dejar sus novelas en el punto culminante y dejarnos durante equis años royéndonos las uñas y los nudillos necesite presentación a estas alturas. De todos modos, hacerlo en una novela autoconclusiva (y, tratándose de Martin, sin cepillarse al protagonista… de manera expresa) tiene más mérito. Esto es lo que hizo el autor de Nueva Jersey en Muerte de la luz, su primera obra larga, que nos lleva a un escenario de space opera en el que se exploran los conceptos de amistad, amor y —sobre todo— honor (¡pero si parece el emblema de alguna casa de Poniente!) y tiene la inmensa virtud de dejar la acción en uno de esos momentos culminantes, llenos de tensión, que te ahorran algo tan obsceno como saber en qué acaba lo-que-durante-toda-la-novela-sabes-que-tenía-que-pasar. (Como verán, en esta entrada tengo que recurrir a todo tipo de elipsis, sobrentendidos y comentarios crípticos para no machacarlos a ustedes a spoilers).

El final de Pórtico es tan perfecto que habría que correr a gorrazos al bueno de Frederik Pohl por haberlo echado a perder escribiendo el resto de la (absolutamente innecesaria, créanme) saga de los Heechee. La sesión de psicoanálisis que enfrenta al explorador espacial Robinette Broadhead con su psicoanalista Sigfrid alcanza el punto culminante con el fabuloso discurso final de este último, una preciosa apología de la alegría de vivir que, por otro lado, también tiene su guasa que no venga de un ser humano sino de un robot. En mi mejor sentido hipotético, envidio a Pohl por habernos regalado ese final, en vez de haberlo dejado, en plan sus-vais-a-cagar-con-el-cliffhanger-que-se-me-ha-ocurrido, en el flashback final de la aciaga expedición que lo lleva de cabeza al psicoanalista, que es lo que habría hecho cualquier autor en su sano juicio.

La última frase de Ubik, de Philip K. Dick, ha sido parafraseada, repetida, citada y descontextualizada hasta la saciedad, pero no por ello deja de resultar menos efectiva; hasta el punto, fíjense ustedes, de que esta novela sea la favorita de los lectores de nuestro autor friki esquizofrénico favorito, por encima de Tiempo desarticulado, El hombre en el castillo, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, Una mirada a la oscuridad o Valis. Por otro lado, la cosa tiene el mérito añadido de que el último capítulo no deja de ser la típica sorpresa final que no añade ni quita nada al resto de la novela, que en realidad acaba en el penúltimo capítulo, y que solo gente como Fredric Brown o el propio Dick podrían convertir en algo original y arquetípico. La imagen con la que concluye Ubik consigue que nos olvidemos de la media docena de escenas memorables que contiene esta novela (ninguna de las cuales «homenajeó» Mateo Gil en el guion de Abre los ojos, mira tú por dónde).

Para finales poéticos de novela de ciencia ficción, el de Solaris, de Stanislaw Lem. La mejor novela sobre primer contacto con alienígenas (o, más bien, sobre contacto imposible con alienígenas) transcurre con descripciones poéticas del planeta inteligente Solaris, y de los monstruos que produce el sueño de la razón, el amor y el recuerdo de los científicos que se dejan la cordura en la nave espacial que orbita su mar coloidal. La excursión de Kris Kelvin a la superficie del planeta es pura poesía, pero la última frase, solo la última frase, contiene más literatura que el resto de la ciencia ficción que se produjo en todo el año 1962.

A modo de conclusión, y ya que el final de Soy leyenda, de Richard Matheson, queda explícito en el título de la novela y (por lo tanto) es un spoiler de la trama, citaré un hermoso final de una de las obras maestras desconocidas del género: La tierra permanece, de George R. Stewart. Esta novela postapocalíptica con toques rurales nos muestra una elegía a la naturaleza que se sobrepone a la desaparición de la humanidad de la única manera posible: con imparcialidad y sin rencores. Isherwood Williams ve desfilar ante sí el fin de la civilización tal como la conocemos, e intenta reconstruirla a pesar de que sabe que se trata de una tarea destinada al fracaso. Su claudicación final, repleta de lucidez y humildad, se basa en una cita bíblica, así que el mérito debería ser compartido, pero la manera en la que articula el discurso que nos lleva hasta esa hermosa e implacable frase es de las que te dejan boquiabierto y no puedes olvidar mientras vivas. Más que un final-final perfecto, lo que tenemos aquí es un capítulo final perfecto.

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Ocho millones de maneras de adelgazar

AutorJuan Manuel Santiago el 18 de diciembre de 2012 en Divulgación

Festín de hielo y fuego

Cuando eres corrector de estilo percibes, de manera intuitiva, cuáles son las temáticas que se van a poner de moda, el tipo de libros que van a vender. Claro está, corregir unas cuantas docenas de títulos al año no te permite formarte una visión global del estado del negocio, pues uno trabaja con unos clientes concretos y sobre temáticas determinadas. No obstante, alguna idea sacas en claro. Por ejemplo, hace cuatro años todo eran libros de autoayuda, a principios de año se notó (¡y cómo!) que los autores de juvenil estaban consagrados en cuerpo y alma a plagiar a Suzanne Collins sin molestarse en disimularlo, y de la vuelta del verano para acá me estoy encontrando con un volumen desacostumbrado de libros de dietética y nutrición. Dado que, por fechas probables de aparición, llegan tarde a la Operación Turrón y demasiado pronto a la Operación Biquini, deduzco que los libros de dietética son, ahora mismo, ventas seguras en cualquier momento del año, y no dependen de la estacionalidad.

Ni que decir tiene que la tendencia, ahora mismo, la marca la Dieta Dukan, o bien con la obra del Dr. Pierre Dukan (así, con el título antepuesto al nombre, que eso les mola mucho a los médicos) o bien con las de sus émulos o discípulos, caso de Toda la verdad sobre la Dieta Dukan, compilada por (el Dr.) Álvaro Campillo y recién aparecida en librerías. Con independencia de que funcione tan bien como se dice, la Dieta Dukan se ha convertido en el Cincuenta sombras de Grey y Los Juegos del Hambre (huy, mal ejemplo) de los libros de nutrición. Y ahora, recitemos todos juntos las cuatro fases de la Dieta Dukan: ataque, crucero, consolidación y estabilización. Seguro que no han tenido que buscarlas en Internet. Por qué será, ¿eh?

El éxito de la Dieta Dukan tal vez no nos deje ver que hay otras dietas bastante exitosas hoy en día, como la nutrición ortomolecular (con obras como Que tus alimentos sean tu medicina, de Felipe Hernández, como buques insignia), la de la inefable Dra. Folch (La dieta de la Dra. Folch: Pierde peso comiendo bien) o la
controvertida paleodieta, que es todo un exitazo en blogs, foros y contras de periódicos, pero que, curiosamente, está muy poco editada en papel: apenas tenemos La dieta paleolítica, de Loren Cordain, La paleodieta, de María Rosa Fiszbein, y La paleodieta, de Carlos Pérez Ramírez. Pero tranquilos: es una tendencia al alza, y seguro que se hartan ustedes de verla en escaparates de aquí a unos meses.

Pero claro, todas estas dietas entran dentro de lo convencional, e incluso razonable. Lo que de verdad tendría mérito es publicar en España apuestas tan arriesgadas como The Burrito Diet, de Matt Lisk, o The Shangri-La Diet: The No Hunger Eat Anything Weight-Loss Plan, de Seth Roberts. O, ya puestos, intentar nutrirse única y exclusivamente a base de las recetas que aparecen en Festín de Hielo y Fuego: El manual de cocina oficial, donde, cómo no, podrán aprender a preparar una genuina empanada de paloma. No sabemos si estas recetas adelgazan o no, pero, por si acaso, procuren no degustarlas en celebraciones familiares. Por lo que pueda pasar.

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Cómo ser papá y no haber leído a Carlos González en el intento (II)

AutorJuan Manuel Santiago el 12 de diciembre de 2012 en Divulgación

Baby - Desmond Morris

Como es evidente, un libro sobre crianza de niños no sustituye la experiencia de tener y criar un hijo, pero puede ayudar a aclarar ideas que (desengañémonos) no van a servir de nada en el momento del parto, pero tal vez sí en los momentos previos y los posteriores. Como dicen los padres expertos, los niños no vienen con manual de instrucciones, pero algunos libros de parenting son mejores que otros. A esta categoría pertenece Baby, de Desmond Morris, que habla de los dos primeros años de vida. Cuando haya pasado esta etapa me leeré Niños, que aborda la siguiente fase de crecimiento, hasta los cinco años, y entonces les contaré qué tal.

Desmond Morris es un divulgador científico muy ameno, aunque a primera vista uno no tiene más remedio que pensar mal, que ha rebajado el nivel con respecto a El mono desnudo y El hombre desnudo, o que los royalties de estas obras ya no le dan ni para pipas y ha llegado a la conclusión de que lo que da dinero no son los libros de antropología y etología sino los de parenting, y hala, se ha liado la manta a la cabeza.

Pues sí pero no. Está claro que Baby no va a revolucionar el campo de los libros de crianza, cosa que sí hizo El mono desnudo con los de antropología. Por otro lado, Desmond Morris lleva cerca de veinte años interesado en los ensayos sobre el desarrollo infantil, como demuestra otra obra previa, Cómo es su bebé. Lo interesante de Baby es cómo se las arregla Desmond Morris para contarnos las teorías que expuso en su obra emblemática, pero trasladadas al ámbito específico de los dos primeros años de vida de un ser humano. Cómo, sin dejar de escribir un ensayo de parenting al uso, apto para todo tipo de lectores, se vale de sus conocimientos antropológicos y etiológicos para explicar algunas peculiaridades del comportamiento de un bebé.

Por supuesto, Desmond Morris no ha descubierto que el reflejo de Moro (ya saben, esos aspavientos que hace el recién nacido, a modo de gesto defensivo) tiene su origen en la época en la que éramos unos primates peludos y, nada más nacer, nuestro instinto nos azuzaba a agarrarnos del pelo de nuestras madres si se producía alguna situación peligrosa, pero consigue que esta explicación sea relevante, en vez de una mera curiosidad.

Es solo un ejemplo. El libro está, literalmente, repleto de explicaciones similares, que no hacen sino acentuar lo maravillosa que resulta esa máquina perfecta pero falta de rodaje que es un niño recién nacido. Baby no (solo) es parenting para pedantes, ni un subproducto de encargo que urde una celebridad académica para ganarse las alubias, sino un resumen certero de lo que sucede durante los dos primeros años de vida de un bebé. Tal vez no contenga el aluvión de consejos prácticos de guías con vocación enciclopédica como el Larousse del bebé, o Qué se puede esperar cuando se está esperando, de Heidi Murkoff, ni el desparpajo arrebatador de Embarazada e Hijos, ambas de Kaz Cooke, ni la invocación a los aspectos emocionales que ha convertido en fenómenos de masas a Carlos González, Elizabeth Pantley y demás apóstoles del slow parenting y la lactancia natural y sin lloros (todo un canto a la obstrucción lagrimal), pero es un ensayo sólido, didáctico, útil y, esto es muy importante cuando estás a puntito de ser papá y comienzas a segregar hormonas de la ñoñez en cantidades desmesuradas e incontrolables, ¡unas fotos preciosas de bebés rollizos y achuchables!

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Aprendices aventajados de panaderos, cerveceros y reposteros

AutorJuan Manuel Santiago el 6 de diciembre de 2012 en Divulgación

Cerveza casera

De un tiempo a esta parte se está regresando a lo que comúnmente se llama lo natural. El hartazgo por los componentes artificiales, unido a la gratificación personal que produce la elaboración artesanal de determinados productos, ha disparado la producción casera de estos, sobre todo en el ámbito alimentario. Así, en los últimos años estamos viviendo una nueva edad de oro de los panes, las cervezas y la repostería. La crisis económica tal vez juegue un papel secundario en este proceso, ya que no se trata de productos excesivamente caros, ni por su precio de venta al público ni por el coste de los materiales. Vamos, que ni vamos a salir de pobres ni nos vamos a hacer ricos por el hecho de hornear un estupendísimo pan de centeno, miel e hinojo en vez de comprárnoslo en la enésima panadería de moda del barrio más guay de nuestra ciudad. En el caso de la repostería, además, se da cierto componente entre vintage y cool que hace que las magdalenas de toda la vida se hayan puesto de moda bajo la denominación de cupcakes.

¿En qué se traduce todo esto si nos ceñimos al aspecto editorial del asunto? Evidentemente, en que la oferta de publicaciones se ha incrementado. Muchísimo. Resulta casi imposible abarcarlo todo, aunque, puestos a destacar algún título sobre el primer ámbito, el de los panes, recomendaría sin reservas Aprendiz de panadero, de Peter Reinhardt. No obstante, en esta entrada me gustaría hacer un más difícil todavía y recomendar libros más «literarios» sobre estas materias.

En cuanto a la repostería, no hay color: la apuesta más lúdica es Un zombi se comió mi cupcake, de Lilly Vanilli, que tal vez fuera más apropiada para recomendarla de cara a Halloween, pero también podría valer para darles ideas carnavalescas. El libro de cocina que uno le regalaría a Calvin y su tigre Hobbes.

Sobre el aspecto etílico del asunto, háganme caso: tienen que leerse La cerveza… poesía líquida. Un manual para cervesiáfilos, de Steve Huxley. El autor es un personaje: dejó su Liverpool natal hace más de tres décadas para radicarse en el barrio barcelonés del Poble Sec, desde donde ha sido uno de los animadores incontestables del boom de la cerveza casera catalana de los últimos años. Este manual para elaborar cerveza en casa puede llegar a ser demasiado técnico, pero también contiene infinidad de datos interesantes, desde citas relacionadas con la cerveza hasta una breve semblanza histórica que despeja para siempre la eterna duda: sí, el proceso de elaboración de la cerveza fue el primer descubrimiento bioquímico de la humanidad, miles de años antes que el pan o el vino. Eso se merece otro brindis, ¿no?

Y por último, el libro panarra que necesitan leer es Hecho a mano, de Dan Lepard, EL gurú del pan casero, quien abrió durante este verano una panadería pop-up en San Sebastián, The Loaf, junto con el traductor de este hermoso libro, Ibán Yarza. A medio camino entre el recetario y el libro de viajes, Lepard consigue convertir el arte de hacer pan en una pasión. El libro que debería haber leído Patrick Rothfuss antes de meter la pata hasta el fondo con la receta de pan casero que hace Kvothe en el primer capítulo de El temor de un hombre sabio. (Una pista: página 16, dos últimos párrafos. Si encuentran el gazapo, compártanlo en los comentarios. Muchas gracias.)

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Victus, de Albert Sánchez Piñol

AutorJuan Manuel Santiago el 4 de diciembre de 2012 en Reseñas

Victus - Albert Sánchez Piñol

Es una pena que la coyuntura política que vive Cataluña en los últimos meses haya desvirtuado una novela tan estimable como Victus, que ha levantado ampollas, de manera simultánea, entre los lectores y críticos españolistas y catalanistas. Entre los primeros, por su revisionismo (necesario) sobre la guerra de Sucesión y el concepto mismo de España, cuya inexistencia llega a defender el protagonista. Y entre los segundos, porque no le perdonan a Sánchez Piñol el haberla escrito en castellano. Una lástima, porque es un producto más que digno, y supera los logros literarios (y el tiempo dirá si también los comerciales) de su primera y más conocida novela, La pell freda.

Hay tres tipos de protagonistas de novela histórica: los actores de los hechos (Yo, Claudio, de Robert Graves), los personajes inexistentes y ni siquiera probables que pasaban por ahí (Creación, de Gore Vidal) y los personajes secundarios cuya existencia está documentada pero, al estar limitada a notas a pie de página, nos permite darle rienda suelta a la imaginación. Es el caso de Martí Zuviria, de quien hablan las crónicas como nota a pie de página: ayudante de Villarroel, mediador entre sitiadores y sitiados, exiliado de oro en Austria… y poco más.

El personaje de Martí es uno de los grandes aciertos de la novela. Narrador impertinente y cobarde patológico, bocazas pero incapaz de resumir su vida y su profesión en una sola palabra, consigue hacerse querer. En la primera parte, Veni, es un joven alumno del mariscal Vauban, el genio de las fortificaciones del siglo XVII, con lo que sienta las bases de su futuro enfrentamiento con Joris van Verboom, el expugnador de Barcelona. Si la crítica vio Pandora en el Congo como una reescritura de El corazón de las tinieblas, podemos afirmar que el autor reescribe aquí otra novela de Conrad: El duelo. En la segunda parte, Vedi, Martí relata la guerra de Sucesión con un tono que la crítica ha interpretado como una versión catalana de Guerra y paz, de León Tolstói, aunque el toque entre picaresco y tremendista la hermana más con El aventurero Simpliccíssimus, de Hans Grimmelhausen. Por último, en Victus, el autor nos ofrece lo mejor de la novela, con detalladas y muy documentadas descripciones del interminable asedio a Barcelona (buenas excusas para redimir a Martí y convertirlo en héroe a su pesar, como un Antonio de Villarroel que Sánchez Piñol no deja de recordar que ni era catalanoparlante ni estaba a favor de la defensa a ultranza de la ciudad, no obstante lo cual se convirtió en el símbolo de la resistencia), así como de los personajes históricos y fuerzas políticas (la crítica a Rafael Casanova y las élites barcelonesas es una crítica tal vez demasiado transparente a dirigentes y situaciones actuales).

Victus se convierte, de este modo, en un intento de novela total, un resumen del nudo gordiano que ha marcado los últimos tres siglos de las historias de Cataluña y España. Conviene leerla como la buena novela histórica que es, pero también como resumen de la coyuntura catalana actual, como novela picaresca (mucho ojo a la troupe de Martí, con un anciano, una puta, un enano y un niño cleptómano como símbolos malintencionados de la heroica Barcelona asediada) y, esto no es menos importante, como una muestra muy depurada de las inquietudes temáticas de Sánchez Piñol: ¿cómo no acordarse de las incursiones nocturnas de los monstruos de La pell freda cuando uno lee las descripciones de los ataques borbónicos sobre Barcelona, o ver paralelismos entre el sexo mutante de Batís Caffó o el narrador anónimo de dicha novela con su mascota Aneris y algunas escenas de Martí con Jeanne y Amelis?

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Cómo ser papá y no haber leído a Carlos González en el intento (I)

AutorJuan Manuel Santiago el 1 de diciembre de 2012 en Divulgación

Fantom Town - Parenting Cels Piñol

Cuando vas a ser padre primerizo te resulta imposible no sucumbir a la tentación de prepararte psicológicamente para que, cuando llegue el momento, sepas qué hacer. Comprar la cunita, el carrito, la bañera, el cambiador y la habitación de la criatura. Acudir a las clases de preparto. Atosigar a las amistades con la última ecografía enedimensional, incluidas las cábalas acerca de a quién se parece el nonato… y, por supuesto, leer y documentarse.

En fin, todas esas cosas que tanta risa les dan a padres, suegros, amigos secundíparos (obsérvese que he leído sobre el tema) y demás personas que ya han pasado por este trance, y que te aconsejan que, dado que los niños vienen sin manual de instrucciones y, por lo tanto, ya aprenderás a ser padre sobre la marcha, lo mejor que deberías hacer con el tiempo empleado en esas lecturas es aprovechar para dormir, ahora que puedes. A lo que iba. Sí, durante el embarazo lees un montón. Por un lado, porque crees que va a ser ahora o nunca, que lo que no hayas leído durante estos nueve meses ya no lo podrás leer durante dos semanas, o cuatro meses, o, quién sabe, tal vez un par de añitos, dependiendo de tus circunstancias laborales y de cómo os vayáis a organizar. Y, por otro, porque tal vez sean ustedes de los que, como yo, no han cogido en brazos a ningún niño que no estuviera en edad de salir huyendo, y llegan a este momento digamos que un poquito verdes e inexpertos. Y ¿qué mejor manera de ir adquiriendo conocimientos que leer acerca de la materia?

Durante la etapa en que trabajé en Larousse descubrí el término parenting, que supongo que habría que traducir como crianza. En todo caso, en la jerga editorial lo deja en inglés, porque ya se entiende a qué nos referimos cuando hablamos de parenting. El caso es que hay libros de parenting para dar y tomar, y esta entrada y la siguiente podrían convertirse en un blog aparte si me diera por reseñarlos todos. Es un mundo fascinante, porque, además de los consejos útiles y de sentido común que cabe esperar en este tipo de libros, te encuentras con auténticas broncas entre las diversas escuelas y teorías sobre la crianza de niños. Es todo un espectáculo leer el fuego cruzado entre los defensores encarnizados de la crianza con apego y los que prefieren el biberón y las actividades extraescolares. O cómo echan chispas los foros cuando alguna madre pone en entredicho la conveniencia de gastarse dos sueldos en el último modelo de cochecitos polivalentes. Sí, amigos, el Bugaboo y el Bebé Car son primos hermanos de Optimus Prime.

No cabe duda de que al lector poco avisado, el que solo pasaba por allí y no quería otra cosa que leer algún libro que le aclarase las ideas con respecto a su futura paternidad, estas disputas ideológicas le pueden resultar un poco ajenas, pero en todo caso son enriquecedoras, porque le demuestran que hay muchas maneras de criar a un hijo, y que casi todas ellas tienen algún punto aprovechable. Si se sabe leer entre líneas, no puedes dejar de reírte con las cargas de profundidad que hace Todo lo que has de saber sobre el primer año de tu bebé, de Penelope Leach, contra los padres que se escaquean de sus obligaciones, o contra las madres sobreinformadas y sabelotodo.

Pero claro, a veces te encuentras con problemas un tanto engorrosos, como la falta de ediciones adaptadas a la realidad española. No me cabe duda de que Los primeros 18 meses de tu hijo, de Anne Yelland, contiene, como reza el subtítulo de la obra, la solución a todas tus dudas, pero ¿de verdad era necesario dejar los consejos prácticos en caso de mordedura de mapache? Porque a los padres tienen que hablarnos en nuestro idioma. Contarnos la película de una manera que podamos entender y, sobre todo, asimilar.

En ese aspecto, puede que a Cels Piñol le falte enjundia doctrinal (¡debe de ser el autor del único libro de parenting que no entra a analizar el espinoso asunto de la lactancia materna!), pero la suple de sobra con humor, frikismo y extrapolaciones de su experiencia como papá primerizo en Fantom Town. Nuevo manual para niños con padres raros. De acuerdo, no es el libro de parenting definitivo, pero sí es capaz de explicarle la paternidad a un friki enganchado al universo de Fanhunter, que los hay, y algunos ya están en edad de procrear.

Dar Vader parenting

Aunque, para frikada definitiva, Darth Vader and Son, de Jeffrey Brown, que no es un libro de parenting en el sentido estricto del término, pero nos ofrece el lado más paternal de un Anakin Skywalker empeñado en educar a su hijo Luke en los valores que él cree correctos. Cierto es que se tiene que llevar a su hijo al trabajo (como le sucedía a Dexter Morgan al principio de la quinta temporada), pero también podemos verlos en la intimidad familiar. Otro hermoso libro para padres frikis, inédito en castellano hasta donde tengo noticia, y que confirma que ahí tenemos un posible filón editorial.

Lejos de África (II)

AutorJuan Manuel Santiago el 23 de octubre de 2012 en Divulgación

Literatura colonial

En la entrega anterior veíamos algunos de los escasos ejemplos de obras interesantes que se han escrito en España con temática colonial africana; en concreto, la relacionada con el Protectorado de Marruecos. Quienes se bajan al Moro en busca de material de primera no son conscientes de que están transitando por territorios que, no hace tanto tiempo (ochenta o cien años) vieron auténticas atrocidades como la utilización de armas químicas, o pifias estratégicas dignas de aparecer en la zona de podio de ensayos históricos del tipo Historia de la incompetencia militar, de Geoffrey Regan (de hecho, Annual aparece como una inestimable contribución española a la historia negra de las batallas más chungas de todos los tiempos).

Pero el Protectorado de Marruecos es, con diferencia, la fuente de novelas coloniales más abundante. Tendrían que ver el páramo (o desierto, por hacer el juego de palabras fácil) que es la narrativa de ficción relacionada con el Sahara Occidental, aunque las novelas coloniales ambientadas en la actual Guinea Ecuatorial tuvieron su público hace medio siglo.

Distingamos: no voy a hablar de novelas escritas por autores españoles en las que sale el Sahara, así que lo siento por Alberto Vázquez Figueroa y Sahara, o el ilustre precedente de Circe, de César González Ruano (novela de 1935), que hoy no toca. Esta entrada va, más bien, de títulos como El último rey del Sahara, de Genis Carrasco, que cuenta las vicisitudes de la colonización española en la que fuera provincia española, allá por los años treinta. El tono a lo Lawrence de Arabia queda un tanto ensombrecido cuando saltamos a los estertores de la dominación española, a esa guerra de Ifni cuyo hecho más heroico fue la actuación de Carmen Sevilla arengando a las tropas en plan Marilyn Monroe. No obstante, de aquel conflicto han salido novelas estimables como El médico de Ifni, de Javier Reverte. Sin embargo, la novela más satisfactoria con temática saharaui es El imperio desierto, de Ramón Mayrata, que cuenta cuatro verdades sobre la precipitada descolonización española provocada por la Marcha Verde, el Frente Polisario y la descomposición del régimen franquista.

Si saltamos a la más meridional de nuestras posesiones, la actual Guinea Ecuatorial, nos encontraremos con que se escribieron bastantes obras de temática colonial en la primera mitad del siglo xx, sin duda por el valor exótico de aquellos parajes, y porque a falta de una Isak Dinesen que escribiera los detallitos de su granja en África, buenos eran los autores de folletines, como Buenaventura Vidal, que escribió La danza de los puñales en 1925, o novelas como Fang Eyeyá, de Germán Bautista Valverde, de 1950. Después de la independencia se desvanecen las novelas guineanas, hasta que Josefina Aldecoa retoma la temática en 1990, con Historia de una maestra. En el año 2000, Armando Boix se atreve a jugar con los géneros histórico y juvenil, y nos regala la estimable Aprendiz de marinero. Sin embargo, hay que esperar hasta 2012 para que Luz Gabás convierta en un best-seller una novela ambientada (parcialmente) en Fernando Poo: Palmeras en la nieve.

Vuelvo al leitmotiv con el que comenzó la entrada anterior: parece que el pasado colonial es motivo de vergüenza, y su verdadero potencial como filón narrativo está muy desaprovechado. Tal vez se deba a las nefastas condiciones en que se produjo esa descolonización. En todo caso, se nos oculta que en los años veinte hubo un boom de la narrativa africana, en particular la ambientada en la guerra de Marruecos, y veinte años después proliferaron las de temática guineana. El tiempo ha convertido en ilegibles a la mayor parte de estas obras, que oscilaban entre el panfleto belicista, el panfleto antibelicista y el folletín aventurero y romántico, pero nos ha dejado algunos títulos brillantes (en particular las novelas de Sender y Barea) y, de tres años para acá, algunos best-sellers como El tiempo entre costuras, El médico de Ifni o Palmeras en la nieve. No sé si esta temática es manía personal, o influyen los hechos de que mi padre se criara en Ceuta y viajara por el Protectorado durante su juventud, y su primer destino después de graduarse en la Academia General Militar de Zaragoza fuera una plaza en El Aaiún, pero creo que merece la pena difundir algunas de estas obras.

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AutorJuan Manuel Santiago el 18 de octubre de 2012 en Divulgación

Literatura colonial

Puede que a nadie le extrañe el hecho de que dos de los best-sellers españoles de las últimas temporadas sean El tiempo entre costuras, de María Dueñas (amor y espionaje en el Marruecos colonial), y Palmeras en la nieve, de Luz Gabás (amor y plantaciones de cacao en la isla de Fernando Poo): al fin y al cabo, tratan acerca de nuestro no tan glorioso pasado colonial, y ya se sabe, al lector le molan las tramas amorosas ambientadas en escenarios lo suficientemente exóticos como para dar la rienda suelta a la imaginación y el espíritu aventurero, pero lo suficientemente cercanos como para jugar la carta sentimental, el pues yo tenía un abuelo que también estuvo allí. Tampoco le extrañará a nadie saber que ambas van a ser adaptadas al formato audiovisual por Antena 3, la primera en forma de serie, y la segunda en forma de película. A fin de cuentas, el revival histórico que nos invade las convierte en productos idóneos para ser disfrutados por el gran público desde las butacas de sus casas o de su sala de cine.

Bueno, pues si a nadie le extraña que dos novelas con temática colonial triunfen de tres años para acá, ¿nos pueden decir por qué se escriben tan pocas? No es infrecuente leer novelas españolas ambientadas durante la colonización española en América, pero ¿qué pasa con África? Aaamigos, ahí la cosa cambia, y cierto es que estudiosos como Antonio Carrasco González han conseguido elaborar un censo impresionante de obras con esta temática (Historia de la novela colonial hispano-africana), pero no hace falta ser un lince para entender qué es lo que pasa: las novelas coloniales dejaron de interesarnos hará unos cuarenta años. En 1975, para ser exactos. ¿Complejo de culpa? ¿Vergüenza histórica por una pérdida de imperio colonial tan falta de épica como de escrúpulos morales? ¿Mero desconocimiento? De todo un poco.

El caso es que no siempre fue así. Desde que Pedro Antonio de Alarcón cubriera la guerra de 1859 (sí, la de las batallas de Wad-Ras, Tetuán y los leones del Congreso) y vertiera la experiencia bajo el título de Diario de un testigo de la guerra de África, la aventura colonial española en Marruecos ha sido objeto de numerosas y muy buenas obras, tanto literarias como ensayísticas. Ya en el siglo XX, con África convertida en nuestro único continente con colonias tras la pérdida de Cuba y las Filipinas en las guerras de 1898, las sucesivas guerras libradas en el protectorado de Marruecos nos costaron, de manera sucesiva, una revuelta de reservistas que desembocó en la Semana Trágica de 1909, un desastre como el de Annual que desembocó en la dictadura de Primo de Rivera en 1923, y una cúpula militar que había recibido ascensos por encima de sus posibilidades y nos condujo a una guerra civil en 1936. Y muchos franquistas de viejo cuño deben de estar dando gracias, casi cuarenta años después, por el hecho de que la Marcha Verde y el sálvese quien pueda en que se convirtió la descolonización del Sahara en 1975 no desembocaran en una Revolución de los Claveles, similar a la que había dignificado la historia de Portugal un año antes. Como para no querer correr un tupido velo, ¿eh? Por cada libro autocomplaciente del tipo Raza, de Jaime de Andrade (o Francisco Franco, como prefieran ustedes), que nos ofrecía una visión épica y edulcorada del conflicto, tenemos tres novelas descarnadas que nos lo presentan como la carnicería que fue: El blocao, de Guillermo de Torre (1928), Imán, de Ramón J. Sender (1930) o La ruta, el segundo volumen de la trilogía La forja de un rebelde, de Arturo Barea (1941-1944). Mientras Rick Blaine (veterano de las Brigadas Internacionales) suspiraba por Ilsa en Casablanca, Paul Bowles fijaba su residencia en Tánger y escribía El cielo protector, y William Burroughs se inspiraba en esa misma ciudad para componer los pasajes más incomprensibles de El almuerzo desnudo, nosotros pasábamos ampliamente de un territorio, el Protectorado de Marruecos, que, no lo olvidemos, fue español hasta 1956. Solo en fechas recientes, gracias a la ya citada El tiempo entre costuras, de María Dueñas, o Cuando leas esta carta, de Vicente Gramaje (o novelas juveniles como Raisuni, de David López, o Morirás en Chafarinas, de Fernando Lalana) se ha recuperado la memoria de una época y un escenario que, insisto, parece que están proscritos, o nos causan una profunda vergüenza. Eso sí, todos sabemos dónde está el islote de Perejil.

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Tócala otra vez, Ozzy (II)

AutorJuan Manuel Santiago el 17 de octubre de 2012 en Divulgación

Sergio Algora - no tengo el placer

En la entrega anterior veíamos algunos ejemplos de buenas obras narrativas urdidas por estrellas del rock, en lo que viene a ser una refutación del principio que los reduce a escritores de segunda. ¿Acaso El desertor, de Boris Vian, pertenece a una categoría inferior a La espuma de los días por el mero hecho de que no haber sido concebida como una novela sino como una canción? Mientras intentan responder esta pregunta en absoluto retórica, vayan leyendo los poemas que recopiló Jean Clouzet en El inencontrable Boris Vian.

Por hacer el chiste fácil, el subtítulo de Corre, rocker, de Sabino Méndez (la mitad creativa de Loquillo en los tiempos de Intocables y Trogloditas), debería haber sido Confieso que me he chutado, aunque, como comprobarán si tienen la ocasión de leerla, es eso y mucho más. El autor de las letras de La mataré, Cadillac solitario o los himnos de Ciutadans de Catalunya y UPyD (sic) despacha con elegancia cuestiones controvertidas como su expulsión de la banda, o cuál de ellos era adicto a qué droga, a la par que efectúa un retrato muy duro del Madrid y la Barcelona de la Movida (los episodios que transcurren en el piso que tenía enfrente de la Modelo parecen sacados de Una mirada a la oscuridad, de Philip K. Dick) y se permite alguna que otra fantasmada (¿quién iba a decir que esa cantante de grupo madrileño emblemático de la época perdió el virgo con él?).

Pese a ser un buen libro, Corre, rocker no deja de ser más de lo mismo, una historia similar a Éramos unos niños o I am Ozzy: las memorias de un músico, los recuerdos de una época en la que era el rey del mundo, una excusa para hablar de sus influencias, sus amigos y sus no tan amigos. ¿Convierte esto a Sabino Méndez, Patti Smith y Ozzy Osbourne en personas ególatras, seres incapaces de hablar de otra cosa que no sea su vida y milagros? En absoluto: las estrellas del rock también pueden escribir buenas obras de ficción, cuando se ponen. Basten tres ejemplos: No tengo el placer, de Sergio Algora (cuentos en la onda surrealista de las letras de El Niño Gusano, que piden a gritos una adaptación al cine por… ¿Pablo Berger?, ¿David Lynch?), Política de hechos consumados, de Nacho Vegas (que, entre otros contenidos, incluye una reescritura en prosa de una de sus canciones emblemáticas, El ángel Simón) y El viaje íntimo de la locura, de Robe Iniesta (o El Código Da Vinci con banda sonora de Extremoduro).

La muerte se ha llevado por delante a algunos músicos, compositores e intérpretes españoles que podrían haber escrito grandes obras literarias de ficción (Carlos Berlanga, Bernardo Bonezzi, Pepe Risi, Enrique Urquijo o Antonio Vega), pero no pierdo la esperanza de que, algún día no muy lejano, Fernando Alfaro, Christina Rosenvinge o Josele Santiago nos den alguna sorpresa, previsiblemente en clave de realismo sucio. Raro sería que el resultado defraudase.

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