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Clásicos que aburren

AutorGabriella Campbell el 9 de septiembre de 2011 en Divulgación

La Regenta

La Regenta, de Leopoldo Alas Clarín, es una de mis novelas favoritas. Es posible que nunca la hubiese probado si no hubiera estado entre las lecturas obligatorias de mi centro de enseñanza, ya que por sí misma no gozaba de nada que me llamase la atención. De acuerdo, había adulterio, una feroz crítica al conservadurismo religioso y mil atracciones más entre sus numerosas páginas, pero no era fácil saberlo cuando lo primero con lo que una se encontraba, siendo adolescente, era con un capítulo largo y tedioso con una descripción pormenorizada de Oviedo, perdón, Vetusta, desde lo alto de un campanario. La obligación escolar me hizo ir más allá de esas primeras páginas y pude disfrutar de una obra excelente, emocionante y tremebunda, pero de haber sido por mi propio interés lector, nunca habría superado esas densas primeras páginas.

¿Cuántos libros, descritos como clásicos literarios, tenemos en la estantería, promesas olvidadas de cultura, de estatus intelectual? ¿Cuántas obras están protegidas por la impenetrable pátina del prestigio, cuántas de ellas acaban sirviendo, pese a nuestros mejores deseos, como el mejor remedio contra el insomnio o incluso como conveniente extra bajo la pata de una mesa coja? Cortázar decía que no había podido leer El Quijote hasta que comenzó a hacerlo en sus visitas al excusado; el Ulises de Joyce decora más de una habitación, cubriéndose de polvo, infeliz en su inutilidad. En muchas ocasiones necesitamos un contexto, una valoración, apéndices de conocimiento que nos expliquen por qué un volumen de insoportable aburrimiento es una de las obras cumbre de la literatura universal. En estos casos, la literatura se parece al arte pictórico. La crítica puede marcar la diferencia ante un cuadro, como por ejemplo El Matrimonio Arnolfini, donde sólo vemos una pareja poco agraciada en una habitación de extrañas proporciones, cogida de la mano; las palabras adecuadas pueden hacernos apreciar el contexto histórico, político y social, el detallismo del paisaje, el inteligente juego del espejo, la aparición de elementos pictóricos de extraño simbolismo, etc. Cuando queremos darnos cuenta, la pareja nos resulta hermosa y la habitación cobra una vida propia que trasciende lo visual. Con frecuencia, con los libros nos pasa algo semejante: el entendimiento del juego de crítica, sátira y pura diversión que aliña la novela de Cervantes y la apreciación del maestral uso del lenguaje de Joyce pueden llevarnos a encontrar en sus libros un verdadero goce que poca literatura podrá proporcionarnos.

O tal vez, sólo tal vez, sigan pareciéndonos escritos densos, lentos, en resumen, aburridos. Por otro lado, lecturas hay para todos los gustos, y obras como Guerra y paz o Cien años de soledad levantan casi tantas pasiones como bostezos. Las conversaciones sobre la conveniencia de largas escenas bélicas (o la abundancia de absurdas cancioncillas) en El señor de los anillos ya son bastante cansinas de por sí. Pocas personas hay que recomienden lecturas como La voluntad de Azorín, La madre de Gorki o Tiempos difíciles de Dickens, por su valor como entretenimiento. Y vosotros, lectores, ¿qué libros preferiríais usar para avivar el fuego este próximo invierno antes de tener que volver a pasar por el suplicio de leer más de dos páginas seguidas?

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