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El libro digital en el desierto de la lectura

AutorAlfredo Álamo el 9 de diciembre de 2009 en Opinión

Desierto

En un país como es España, donde los índices de lectura dan más risa incluso que pena, donde los libros se regalan y amontonan en las estanterías sin que nadie los toque, donde la telebasura es líder de audiencia y los programas culturales apenas se siguen, donde la cultura en ocasiones se menosprecia en favor del populismo peor entendido, allí donde escribir es más un dolor que un divertimento, en esa España desierta de letras, ahora, de repente, nos encontramos con la aparición del libro digital, una suerte de hechizo mágico por el cuál, agárrense, todo el mundo se va a poner a leer a Saramago, Pynchon, Mankell y a Dan Brown, además, sin pagar un céntimo de euro, que ya se sabe como es la picaresca española, y aquí nadie va a mover un billete de la cartera si se puede conseguir algo gratis, eso sí, sin importar gastarse 300 euros en un lector de medio pelo, posiblemente más de lo que muchos se habían gastado en libros durante toda su vida.

¿Alguien se cree esto? La industria editorial no es la musical. Los libros no son canciones de tres minutos con derechos en los politonos, bares, restaurantes y salones de boda. Los trovadores hace tiempo ya que no recitan las hazañas de Sam Spade por los salones de té a media tarde a cambio de monedas y tabaco. No, eso no es cierto y parece que ni la industria por un lado ni los usuarios por otro llegan a comprenderlo.

La base de la literatura es el escritor. Ese ser solitario y normalmente incomprendido que pasa las horas delante del teclado, la máquina de escribir o su moleskine, juntando letras casi siempre a medianoche y sacándose las entrañas de todas las maneras posibles. De cada mil escritores, hay uno bueno, y de cada diez mil, uno que vende; por desgracia, no siempre son el mismo tipo.

Así que si dejamos a un lado las estrellas del rock literario, aquellos que venden por castigo, miles y miles de ejemplares, a los que en realidad que les pirateen no les importa nada -o no debería, allá cada cual con su avaricia-, quedan un montón de taciturnos tecleadores que, si las cosas van como van, tendrán bastantes problemas.

Lo que no se puede hacer es perpetuar el sistema. Hay que cambiar, evolucionar, buscar una salida. Es lo más difícil de todo, ya que todavía se mueve mucho dinero, independientemente de la tecnología. Si las editoriales cierran los e-books, plantan DRM, inflan los precios y persiguen a sus clientes, estos se sentirán con todo el derecho del mundo a usar los libros electrónicos que consigan por sus propios medios. Pero que nadie se lleve a engaño: un libro descargado no es un libro que dejas de vender, ni siquiera es un libro leído. Las cifras se inflan dependiendo de a quién le convenga hablar, eso está claro. ¿Qué nos queda? ¿Suscripción? ¿Filtros de popularidad? ¿La medida de un trabajo artístico será el número de semillas en el bit-torrent?

En el país donde no se lee, los libros son ahora un caballo de batalla, algo que me parece impresionante. A lo mejor es que no hay tantas excusas sobre la calidad de los escritores que sobre cantantes o directores de cine. Pero volvamos al tema: aquellos, la mayoría, que no leían, no leerán, aunque se descarguen mil libros. Aquellos que compraban libros, lo seguirán haciendo, pero si no hay facilidades, buenos precios y comunicación, acabarán por desaparecer.

En cuanto a los que dejarán de comprar libros para únicamente descargar copias gratis, por lo menos nos queda el consuelo de que irán a ver a sus escritores favoritos en concierto.

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Alfredo Álamo

(Valencia, 1975) escribe bordeando territorios fronterizos, entre sombras y engranajes, siempre en terreno de sueños que a veces se convierten en pesadillas. Actualmente es el Coordinador de la red social Lecturalia al mismo tiempo que sigue su carrera literaria.

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