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Joseph Roth, cuentista extraordinario

AutorGabriella Campbell el 25 de mayo de 2009 en Divulgación

Roth

Existen dos sujetos intra y extraliterarios. Dos seres que conviven con la realidad (entendida la realidad como aquella percibida por la mayoría de las personas) y con la ficción (entendida la ficción como aquello que no resiste a la demostración científica ni al escepticismo de la mayoría de las personas). Estos seres, estas entidades, si puede denominárseles así, son el narrador y el escritor. El narrador cuenta, hilvana, embellece, exagera, resume, embelesa. El escritor realiza la misma función pero sobre el papel (o el teclado, seamos tecnológicamente correctos). Uno nunca sabe si lo que el narrador cuenta se corresponde a esta realidad aceptada o no, pero el hecho de que algo esté escrito, transcrito, plasmado en papel, con una gran etiqueta de Ficción en la contraportada (o de no ficción cuando la editorial no sabe muy bien cómo clasificar obras que se definen como veraces pero que escapan a cualquier comprensibilidad y coherencia de lo real, como podría ser Caballo de Troya de J.J.Benítez) nos indica que lo que vamos a leer puede ser absurdo, mágico y extremo y que, una vez finalizada la lectura y agotado el pacto, podemos regresar a la cotidianeidad y a lo demostrable. En contadas ocasiones la figura del narrador y del escritor se solapan, dentro y fuera de los libros.

Roth

Este es el caso de Joseph Roth, judío, austrohúngaro, alemán y francés, escritor y cuentista, pacifista y soldado, marido y amante. El 27 de mayo de este año se cumplen setenta años desde su muerte. Es sencillo hablar de su muerte, en la cama de un hospital parisino, posiblemente recordando el deceso de su mujer, “eutanasiada” por los nazis en un sanatorio mental que prometía acabar con su esquizofrenia. Pero no es tan sencillo hablar de su vida, porque ésta contaba con diversos niveles de sentido y existencia: la que él creaba para sí mismo y la que recogió su biógrafo David Bronsen en 1974, buscando entre la maraña de sucesos y palabras y señalando los acontecimientos comúnmente aceptados como verdaderos. En su tumba aparecía la frase “escritor austríaco fallecido en París”, como si eso fuera lo único probado y legítimo de su existencia que, a caballo entre la fantasía, el miedo al nazismo y el delirium tremens, no hacía más que saltar de contraposición a contradicción: en la religión (del judaísmo al catolicismo), en la política (del conservadurismo monárquico al socialismo), en el estilo literario (que finalmente cobró fuerza con un elaborado realismo decimonónico) y en la propia patria (que nunca encontró). La disolución del reino austrohúngaro en el que se había criado le dejó con un profundo sentimiento de desorientación del que no pudo escapar, si bien lo intentó una y otra vez, hasta el punto de crear su obra maestra, La marcha Radetzky, en un sentido pero perverso homenaje al viejo mundo que idealizaba y añoraba. Roth ahogaba su desencanto en la sátira, en el alcohol y en un periodismo diferente, literario, que lo hizo célebre, llegando a ser el corresponsal mejor pagado de Alemania. No en vano uno de sus héroes (o antihéroes, o héroes por accidente) es Trotta von Sipolje, figura destacada de la Batalla de Solferino, siendo solferino el color del vino tinto joven. Roth es un mago de la antítesis, de los opuestos, un contador de historias que beben de su copa, su pluma y, en ocasiones, hasta de su propia vida.

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