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Cinco grandes cuentistas olvidados de la ciencia ficción

AutorJuan Manuel Santiago el 17 de agosto de 2013 en Divulgación

Cordwiner Smith

Como todo género literario que ha crecido gracias a la difusión de la cultura popular y la consolidación de las revistas durante las primeras décadas del siglo XX, la ciencia ficción no puede entenderse sin los relatos, sobre todo hasta la década de 1970. La historia de la ciencia ficción, al menos hasta el último tercio del siglo pasado, es la historia de las revistas y de los relatos de ciencia ficción. Muchos de sus autores gozan hoy de un prestigio bien merecido, tanto si solo cultivaron la ficción breve como si se adentraron en la novela: basten los nombres de J. G. Ballard, Alfred Bester, Ray Bradbury, Fredric Brown o Philip K. Dick. Todos ellos son, por así decir, patrimonio de la humanidad, referencias inexcusables en la cultura popular del siglo XX.

No obstante, las revistas especializadas produjeron muchas otras luminarias que hoy han caído en el olvido y que, sin embargo, son plenamente reivindicables. Casi sin excepciones, estos autores están descatalogados y, casi sin excepciones también, apenas se los tiene en cuenta al escribir la Historia con mayúsculas de la literatura fantástica. Hay muchos más, por supuesto, pero allá van cinco nombres que considero imprescindibles, y que tal vez alguien debería reeditar porque merecen la pena, aunque sea por completismo.

Stanley G. Weinbaum (1902-1935). Durante la década de 1930, cuando el factótum de la ciencia ficción era Hugo Gernsback, las revistas Astounding y Wonder Stories todavía no hacían prever la revolución que iba a llevar a cabo J. W. Campbell y, en definitiva, Flash Gordon y Buck Rogers eran lo más representativo que había producido el género, el joven Weinbaum dinamitó el género para siempre gracias a un relato, Una odisea marciana, en el que presentaba al primer marciano realmente «marciano» (es decir, no humanoide) muy simpático y creíble. Apenas año y medio una veintena de relatos después, Weinbaum murió de cáncer de pulmón a la simbólica edad de treinta y tres años, y solo cuatro décadas después aparecieron varias novelas suyas, de las que solo La llama negra se ha traducido al español. Pero su esencia está en Una odisea marciana, el primer gran cuento aparecido en revistas especializadas de ciencia ficción.

Henry Kuttner (1915-1958). Otro autor que murió de manera prematura, pero que escribió una obra mucho más abultada, tanto de ciencia ficción como de terror, gran parte de ella en compañía de su mujer, Catherine L. Moore, con seudónimos como Lewis Padgett. Su cuento más famoso es Las ratas del cementerio, un brillante homenaje a su colega H. P. Lovecraft, pero debería ser recordado por otro curioso homenaje, este a Lewis Carroll: Mimosos se atristaban los borlóboros. Ni se molesten en buscar su antología Lo mejor de Henry Kuttner, más que descatalogada.

Cordwainer Smith (1913-1966). Junto con Robert A. Heinlein y Jack Vance, tal vez el autor de ciencia ficción que despierta desencuentros más viscerales: o lo amas o lo odias. No hay puntos intermedios. Cordwainer Smith era el seudónimo de Paul Linebarger, un destacado fontanero de la Casa Blanca (fue asesor del presidente Kennedy), políglota, tuerto, as de la inteligencia militar especializado en guerra psicológica y en el Lejano Oriente, y personaje bastante de derechas que, en un momento dado, urdió uno de los universos referenciales más fascinantes de la historia del género: la Instrumentalidad, cuyas treinta y pocas narraciones recopiló en cuatro volúmenes Ediciones B (en una edición, sí, lo adivinan, absolutamente inencontrable en la actualidad). Historias como Alpha Ralpha Boulevard, El juego de la rata y el dragón o Los observadores no viven en vano nos trasladan a un futuro irreconocible, postcatastrófico, poblado de telépatas y con gente que, definitivamente, no piensa como nosotros.

James Tiptree, jr. (1915-1987). Al igual que Smith, un personaje tan absorbente como su obra, y cuya biografía se merece una entrada aparte en este blog. Alice Bradley, llamada Alice Sheldon tras su matrimonio con Huntington Sheldon, era una chica de buena familia que hizo sus pinitos como pintora, fue psicóloga experimental, trabajó para la CIA cuando dicha agencia los captó a ella y su marido, y revolucionó el género con los seudónimos Raccona Sheldon y James Tiptree, jr. Durante diez años publicó desde el más absoluto anonimato (incluso engañó a autores como Robert Silverberg, que estaban convencidos de que era un hombre), se llevó los premios más importantes del género y a mediados de la década de 1970 se descubrió su verdadera identidad. Sus recopilaciones Mundos cálidos y otros y Cantos estelares de un viejo primate, que contienen obras maestras de la narrativa del siglo XX como Houston, Houston, ¿me recibe? o Amor es el plan el plan es la muerte son de lectura obligada. E imposibles de encontrar, claro está.

William Tenn (1920-2010). Seudónimo de Philip Klass, profesor universitario y brillante historiador del género, se caracterizó por un empleo de la sátira más propio de la tradición de sus islas Británicas natales que de la literatura al uso en sus Estados Unidos adoptivos. En los cuentos de las (ejem, ejem, descatalogadas) Tiempo anticipado y Mundos posibles podemos leer media docena de obras maestras, entre ellas Tiempo anticipado y La enfermedad.

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