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Todo se aprovecha (I)

AutorJuan Manuel Santiago el 4 de abril de 2013 en Divulgación

Imagine

Seguro que han oído hablar (e incluso han leído alguna obra) de Jonah Lehrer, un prestigioso columnista científico de la revista The New Yorker que inmoló su carrera en 2012 al descubrirse que se autoplagiaba. Bueno, se preguntarán ustedes, ¿a qué viene tanto escándalo? A fin de cuentas, uno tiene temas recurrentes, y un copia y pega de algún texto previo no le hace mal a nadie, ya que la autoría está clara.

Pues sí, pero no. Resulta que la mayoría de los contratos de edición dejan bien claro que la obra que se contrata debe ser original, por lo que un autoplagio, aunque sea eso, fusilar contenido propio, es un incumplimiento contractual como la copa de un pino, y causa de rescisión de contrato. Todo ello sin entrar a analizar las implicaciones éticas de estar cobrando por escribir material que lleva años publicado, incluso en otras revistas (o, ya puestos, en un fanzine que imprimió doscientas copias y lleva veinte años agotado). El caso es que las columnas que Lehrer publicaba en su blog de The New Yorker ya habían aparecido en lugares tan poco ignotos como The Wall Street Journal, Wired o The Guardian. Para colmo de males, el periodista Michael C. Moynihan descubrió que la mayor parte de las citas que Lehrer le atribuía a Bob Dylan en su última obra, Imagine: How Creativity Works, eran apócrifas. Que se las había sacado de la chistera, vamos. Fue la gota que colmó el vaso de la paciencia de The New Yorker, que forzó la dimisión de Lehrer, y de su editorial, Houghton Mifflin Harcourt, que se apresuró a retirar del mercado todas las copias en papel y en e-book de Imagine.

Ni que decir tiene que Lehrer está frito, y no es previsible que vuelva a publicar en el circuito editorial establecido, al menos durante una buena temporada.

Olvidémonos de la segunda parte de esta sórdida historia (las citas inventadas) y centrémonos en la primera (el autoplagio). Como ya he explicado, esta práctica, aparte de ser éticamente reprobable, suele entrar en conflicto con la mayor parte de los contratos de edición, que no obstante guardan un silencio sepulcral acerca de otras formas de picaresca, muy comunes entre los periodistas que escriben ensayo, como por ejemplo el copia y pega de artículos ajenos, y el posterior procesamiento por un traductor automático. Siempre que surge este asunto saco a colación una anécdota real. En cierto libro de ensayo que estaba corrigiendo me encontré con una referencia al vértice de Londres. Después de pasarme varias horas dándole vueltas al asunto, probé a buscar la frase entera en Google y… ¡bingo!, di con un artículo original en inglés en el que se hablaba de la Cumbre de Londres (London Summit) que el G-20 realizó en 2009. Así pues, mis sospechas se confirmaron: aquel texto era un copia y pega de un artículo que ni siquiera se mencionaba en la bibliografía, y que se había traducido a cascoporro. Qué quieren que les diga, esta práctica me parece más censurable que el autoplagio, con el añadido de que está bastante extendida.

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