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Ser escritora en el siglo XIX: posiblemente no sea la mejor opción (II)

AutorGabriella Campbell el 26 de abril de 2011 en Divulgación

Charlotte Brönte

Con la llegada del Romanticismo, las escritoras decimonónicas encontraron una moda aliada. La dignificación de los sentimientos, la victoria de las emociones (generalmente asociadas al mundo femenino) sobre el raciocinio (generalmente asociado al masculino) permitieron a muchas mujeres convertirse en novelistas y utilizar un lenguaje que les era conocido, el lenguaje pasional, que hasta entonces había sido ridiculizado y menospreciado por costumbre. Si bien continuó una lucha persistente por la que dichas novelistas tenían que demostrar, una y otra vez, que su labor escritora no influía en su labor primordial de amas de casa, esposas y madres, esta revolución romántica abrió la ventana para numerosas mujeres, más o menos activistas, que encontraban una manera de lanzar al público una voz nueva, distinta a lo conocido hasta la fecha en nuestro país. Sin embargo, la misma moda y contexto que las favorecía también las discriminaba: el siglo XIX es el siglo por excelencia de la burguesía, y el siglo en el que toma definitivo arraigo la dualidad de mujer pecadora, malévola, frente al “ángel del hogar” sacralizado por la sociedad de este tiempo. La mujer es objeto de adoración y poesía, pero pasar de ser objeto literario a sujeto es una acción, cuanto menos, complicada. La mujer literata sabía utilizar el lenguaje romántico, pero resultaba difícil concebirla como autora de dicho lenguaje, que se aplicaba generalmente a la adoración de un miembro del sexo femenino.

La mujer literata, por tanto, es una mujer inmoral, que dedica su tiempo a la escritura en vez de a su familia y a su hogar. Esto explica por qué tantas autoras utilizaron pseudónimos masculinos, pudiendo cosechar el éxito que en su condición de mujer les sería negado. En vez de utilizar su propia condición femenina como observador y crítico del ambiente doméstico y social que les rodeaba, como harían escritoras anglosajonas de prestigio como las hermanas Brönte o Jane Austen, muchas tuvieron que crear una máscara de hombre si querían salir de la beatería y domesticidad sumisa en las que se hallaban inmersas sus colegas españolas. Todo esto no quita que las ideas políticas liberales y la herencia de la ilustración del XVIII se tradujeran en cierta preocupación por la situación de la mujer, aunque sólo fuera por ésta como madre de los hijos de la nación. El mayor argumento a favor de la educación de la mujer surge a raíz de su papel como educadora principal del ámbito doméstico: educar a la madre significaba educar de manera eficiente a los hijos. En este sentido, el siglo XIX está repleto de conflictos, en una sociedad que lucha por definirse, anclada a valores del pasado pero al mismo tiempo fascinada por las posibilidades del futuro.

En esta serie de artículos procuraremos recuperar la figura de algunas de las más notables escritoras realistas y románticas de nuestro país; algunas se mantienen en el recuerdo común, otras han quedado olvidadas, pero es indiscutible que todas fueron escritoras que pudieron superar todos los obstáculos impuestos por una sociedad en la que la mujer no tenía, ni mucho menos, la facilidad de la que gozamos en nuestros tiempos para ser reconocida en una profesión tan compleja como la literaria.

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