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Escritores en el púlpito

AutorJuan Manuel Santiago el 1 de octubre de 2012 en Divulgación

Escribir en la cama

No, no quiero hablar de la manía que tienen muchos escritores de convertir sus escritos en un púlpito, soltar sermones de manera indiscriminada y, en definitiva, pontificar como si el mero hecho de tener obra publicada (me encanta esta expresión) los situara varios peldaños por encima del común de los mortales.

(Bueno, sí que quiero, pero tampoco me parece que este blog sea el lugar más apropiado para hacerlo.)

En realidad, el título de esta entrada viene a cuento de las excentricidades a las que nos tienen acostumbrados algunos autores. Es cosa sabida que los escritores son más raros que un perro verde, y que cada uno tiene su superstición favorita. Que si solo pueden trabajar en horario de oficina. Que si solo pueden escribir en ayunas. Que si no consiguen completar ni una línea si no han hecho antes una caminata de tres horas. Que si…

A estas alturas, no debería extrañarnos ninguno de los peculiares hábitos de esa especie llamada escritor. Como, por ejemplo, el hecho de que algunos de ellos… ¡escriben de pie! ¡Pero qué mal tiene que andar esta gente de las varices, por favor! ¿Os imagináis a Tolstoi escribiendo Guerra y paz en postura vertical? Es mucho más descansado escribir tumbado en la cama, como hacía Marcel Proust, pero luego te sale lo que te sale: literatura propia de un burgués acomodado y un poquito hijo de mamá. No. Escribir es sufrir, para sacar el máximo partido a tus habilidades tienes que estar tenso y alerta, y adoptar una postura incómoda es un buen mecanismo para rendir más.

Este es el modus operandi de Eduardo Mendoza, quien, si le preguntan al respecto, añade que solo recurre a esta técnica para redactar los borradores de sus obras. Cuando escribe la versión definitiva deja de lado su pupitre elevado, copia de un escritorio alemán del siglo XVIII, y escribe sentado, como tiene que ser.

Mendoza no es el único. De hecho, hay autores que han ido más lejos que él. Por ejemplo, Ernest Hemingway mecanografió Por quién doblan las campanas de pie, descalzo (pero con los pies mulliditos, porque lo hacía sobre una alfombra hecha con la piel de uno de sus trofeos de caza), descamisado, en bermudas y en uno de los rincones más bulliciosos de su casa.

Más ejemplos. El golpe de genio (o de locura) que llevó a Fernando Pessoa a urdir su intrincada red de heterónimos le llegó un 8 de marzo de 1914, mientras escribía de pie: le salieron treinta y tantos poemas de una tacada, y allí nació Alberto Caeiro. Siempre lo consideró el día triunfal de su vida.

Hay más ejemplos. Philip Roth presume de escribir siempre de pie, desde que se dio cuenta de que eso lo ayudaba a liberar la mente. Y Vladimir Nabokov no solo escribía de pie, sino que también necesitaba que su lápiz estuviera siempre impecablemente afilado.

Vemos, pues, que escribir de pie no es tan extraño como pudiera parecer.

(De todos modos, me sigo quedando con el método de escritura de Marcel Proust.)

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