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Fausto, de Dios a la vanguardia (I)

AutorGabriella Campbell el 8 de noviembre de 2009 en Divulgación

Fausto

¿A alguien le suena la leyenda de Fausto, el paradigma del ambicioso del saber que vendió su alma al Diablo a cambio de riqueza, sensualidad y conocimiento? Esta leyenda fue la base para que Goethe llevara a cabo la creación de su obra dramática más conocida, que tiene como título el apellido del mago de la leyenda. Sin embargo, el alemán no es el único en haber usado este mito, pues aparte de Marlowe también Lenau, Heine, Peer Gynt, Louis Pauwels y Thomas Mann (por mencionar sólo a algunos) han manifestado su interés por este mítico personaje. Goethe explica que tomó la leyenda no para plasmarla a manera de crónica o testimonio, sino para hacer una obra en la cual se mezclara el aspecto real, biográfico del ocultista con la poesía, es decir, conferirle al texto un grado de esteticismo, de hacerlo ubérrimo en el campo literario sin dejar de lado el aspecto mítico-mágico. Goethe reconoció que para esta empresa era necesario adoptar el concepto de mímesis aristotélico (a pesar de su vinculación con la revolución del Sturm und Drang, Goethe era, ante todo, un clásico). Fausto, en su esencia, es una obra racional, pero comienza a mostrar ciertos elementos formales que la acercan más a textos rupturistas y a discursos nuevos.

Elena es la representante de la sociedad antropocéntrica que intenta disuadir la revolución de las nuevas clases textuales y la liberación de lo literario a través de los diversos medios de difusión, entre ellos el teatro, al mismo tiempo que destruye nociones de lo moral y teocráticamente aceptable. Elena es, además, “la mujer más bella del mundo”, representación de un ideal estético en un mundo que pugna por lo hermoso y elevado, enfrentado al concepto desgarrador, deforme y grotesco de la estética de la literatura posterior que lucha por la liberación de ataduras canónicas, estéticas, ideológicas y formales.

Fausto

En el Fausto de Goethe, Elena en la primera parte es sustituida por Margarita, el objeto de deseo del protagonista, pero tiene aun así más protagonismo que la Elena del Dr Faustus de Marlowe y la de otras obras posteriores fascinadas por la Troyana. La venta del alma de Fausto en la obra de Goethe, impulsado en parte por su deseo hacia Margarita, responde a la ideología del romanticismo en su búsqueda de lo bello y lo terrible en el amor. En la obra de Marlowe, Elena es un espíritu fugaz, que se desvanece en cuanto Fausto intenta abrazarla (Elena es un ideal, no es una mujer real). La aparición de Elena en las versiones faustianas no es casualidad: según Harold Bloom, sus orígenes se remontan hasta el siglo I d. C., al igual que el personaje de Simón el Mago, considerado el fundador de la herejía gnóstica, con quien chocó el apóstol Pedro en Samaría. Simón se proclamaba “la potencia de Dios que se llama Grande”, y por sus discípulos era adorado como el “primer Dios”, mientras que a su compañera Elena, una prostituta de Tiro, la consideraban el “Pensamiento Caído de Dios”; rescatada por Simón, Elena se convirtió en mediadora de la redención universal a través de su unión con el Mago. Al llegar a Roma, Simón tomó el nombre de Faustus, el “Favorecido“, afirmando al mismo tiempo que su compañera había sido en una de sus anteriores encarnaciones Elena de Troya. De la misma manera, la función de Margarita en contrapunto a Elena es una representación del amor en su estado más puro, desinteresado y perfecto. Elena es una mujer poderosa pero cruel, oscura, más relacionada con la fecundidad (Elena, después de todo, es madre), la naturaleza y la muerte, más física, voluptuosa, lujuriosa. Margarita es una mujer perseguida por la muerte que consigue, finalmente, huir de ésta, es etérea y heroica. Una cortesana y una santa se enfrentan en un escenario ideológico en constante evolución.

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