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Si en «El año de Drácula» aparecían varios personajes clásicos de muchos autores diferentes haciendo “cameos” o, incluso, con cierto protagonismo, y se agradecía, en la continuación se abusa tanto de este recurso que llega a cansar. Sale hasta el apuntador; ya en la página 100 parece que ningún personaje del fantástico decimonónico puede haberse quedado fuera, pero el desfile sigue y sigue. Lo que en la novela anterior hacía gracia, en «El sanguinario Barón Rojo» llega a fastidiar y a estorbar. Newman introduce en la historia a estos personajes, la mayoría de las veces, por puro capricho, a veces con calzador, convirtiendo su novela en una especie de «Torrente III» con vampiros.
Una cosa es dar unos toques para ambientar y rendir pleitesía a los ídolos, y otra es lo que hace Newman en «El sanguinario Barón Rojo». Es como esos que tienen la suerte de poder casarse en una preciosa catedral gótica y se lían a atiborrarla de lazos de falso satén rosa con flores de plástico para “adornarla”.
Sirva como ejemplo de lo que no se debe hacer cuando se decide recurrir a este tipo de homenajes.