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José Luis Sampedro (1917-2013)

AutorJuan Manuel Santiago el 10 de abril de 2013 en Divulgación

José Luis Sampedro

Con José Luis Sampedro me ocurría lo mismo que a los contemporáneos de Ed Wood con Bela Lugosi: durante casi toda la década pasada, cada vez que leía alguna entrevista o me enteraba de que sacaba nuevo libro, no podía evitar preguntarme: «Ah, pero ¿no había muerto»? Supongo que, de alguna manera, lo maté cuando padeció la grave enfermedad que lo llevó a escribir el que es mi libro favorito de todos los que escribió: Monte Sinaí. En él contaba, de manera breve, concisa, directa e implacablemente hermosa, los pormenores de su estancia en un hospital neoyorquino cuando padeció una grave dolencia cardíaca que casi acaba con él. Esta obra, con sus no recuerdo si ochenta o noventa páginas a tamaño de letra grandote, contiene más consuelo y alegría (y motivos) de vivir que toda la morralla de autoayuda que me había leído diez años antes, cuando padecí una enfermedad bastante seria. Siempre pensé que ojalá hubiera existido Monte Sinaí por aquel entonces, porque me habría ayudado de verdad a sobrellevar las sesiones de quimioterapia, no como las manidas páginas de La enfermedad como camino o Usted puede sanar su vida, que no hacían sino ponerme de mala leche por aprovecharse del dolor ajeno con fines comerciales.

La alegría de vivir y las ganas de transmitirla. Dos constantes en la vida y obra de José Luis Sampedro. Toda esa actitud que convierte Monte Sinaí en uno de mis libros de referencia se puede ver en La vieja sirena, Real Sitio o, sobre todo, La sonrisa etrusca. La aventura interior de un viejo cascarrabias que se amansa durante sus últimos meses gracias a un nietecito recién nacido es un buen resumen de ese José Luis Sampedro ancianito de barba profética, ese pope de las juventudes, ese abuelito que todos habríamos querido tener; en resumen, ese anciano con vocación de referente moral de las nuevas generaciones (tras las desapariciones de José Luis López Aranguren y Enrique Tierno Galván, que desempeñaban ese papel hasta los años ochenta). Quiso la fatalidad que Sampedro viviera una situación irónica: nada más escribir este delicioso canto a la vida y la aceptación de la muerte inminente, Sampedro pasó por el trance de la pérdida de su primera esposa.

Contaba Sampedro que, cuando él era joven, los jóvenes leían y comentaban los escritos de Unamuno o de Ortega y Gasset, como sabios que eran. Añadía que le aterraba la idea de que lo consideraran un sabio, porque no era esa su intención. En realidad, esta parte de su biografía, los últimos tres o cuatro años en los que fue el pope español de la literatura indignada, podrían titularse Sabio por accidente. El motivo: haber escrito el prólogo de ¡Indignaos!, de Stéphane Hessel, con quien lo unían muchos elementos en común, y haber escrito parte del ensayo colectivo Reacciona, una de las biblias del movimiento 15-M. Si La sonrisa etrusca lo convirtió en el abuelito ideal de los jóvenes de la generación X y Monte Sinaí lo convirtió en el héroe de todo aquel que haya padecido una enfermedad seria, sus últimos ensayos lo convirtieron en un icono pop, el último superviviente de una generación (Francisco Ayala, Medardo Fraile y pocos más) de moral inconmovible y ética a prueba de bombas. Los paralelismos entre Hessel y Sampedro son evidentes: ambos pertenecieron a dos bandos enfrentados (Hessel, alemán nacionalizado francés, participó en la Segunda Guerra Mundial como dirigente destacado de la Francia Libre; Sampedro, más modesto, combatió en ambos bandos y vivió en el Marruecos colonial), desarrollaron una trayectoria profesional impecable durante la posguerra (Hessel, como coautor de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre; Sampedro, como catedrático y lector de economía en varias universidades españolas y anglosajonas), explotaron como ideólogos de masas ya en su novena década, a base de contar, de manera breve y sencilla, verdades como puños… y, para rematar el paralelismo, fallecen ambos con apenas un mes de diferencia. No sabemos cómo le sentaba esta notoriedad a Hessel, pero a Sampedro le resultaba cargante y, de hecho, fue su deseo expreso que la noticia de su fallecimiento no trascendiera hasta después de haber sido incinerado, para evitar el circo mediático y necrófilo consustancial a los fallecimientos de gente mediática.

Muere el hombre, a los noventa y seis años, pero nos queda la obra. Es un topicazo del tamaño de cualquiera de esos árboles que transportaban Tajo abajo los gancheros de El río que nos lleva, pero, en el caso de alguien como José Luis Sampedro, es una invitación a leer magníficas novelas como La sonrisa etrusca o La vieja sirena, confesiones sinceras hasta la lágrima como Monte Sinaí, o ensayos necesarios y veraces como Reacciona.

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