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El escritor y sus obsesiones

AutorVíctor Miguel Gallardo el 16 de abril de 2010 en Divulgación

Obsesiones

Reconozcámoslo, para muchos escritores la literatura, además de un oficio, es una auténtica obsesión. Parafraseando un famoso refrán, viven para escribir, no escriben para vivir. La mayoría de ellos, por añadidura, no son profesionales de la literatura y, aparte de esta afición/obsesión, deben trabajar casi de cualquier cosa para pagar las facturas. No parece que con las nuevas tecnologías, gracias a las cuales todo escritor o escritor en ciernes puede dar a conocer sus letras casi instantáneamente, esto vaya a cambiar: las razones para escribir y querer ser leídos siguen siendo las mismas, y afortunadamente para los lectores la cuestión monetaria sigue sin tener demasiado peso para la mayoría de los que escriben.

Esto no quiere decir, por supuesto, que no haya escritores que quieran, ante todo, “hacer caja”. No seré yo el que se atreva a negar lo que es más que evidente.

Pero el hombre no suele tener una única obsesión: las más de las veces son varias las que compiten en su cabeza, de una forma algo caótica, para ocupar el mayor tiempo posible de la vida (y el esfuerzo) de su inquilino. Para el que escribe, esto puede ser, a la vez, una bendición y una maldición; así, no es extraño que en ciertos escritores encontremos temas recurrentes que aparecen una y otra vez en diferentes obras. ¿Alguien duda de que Michel Houellebecq siente una profunda perplejidad ante los intrincados mecanismos de la sociedad actual? ¿No son sino obsesiones, muy diferentes pero de raíz única, las que mueven a César Vidal a escribir lo que escribe? ¿Es Umberto Eco un escritor que habla de semiótica o un teórico literario que, además, escribe?

Habrá quien diga, y tal vez con razón, que es más fácil escribir sobre lo que se conoce. Eso es evidente: el proceso de documentación, si se tiene ya un cierto bagaje sobre el tema, será más liviano (esto es válido sólo para los que se documentan, por supuesto). El proceso de escritura también se agilizará: para un historiador especializado en la Edad Media española escribir una novela sobre la Reconquista le será mucho más fácil y cercano que ambientarla en una época de la que desconoce prácticamente todo, pongamos por caso la Indochina colonial francesa. A no ser, claro, que aunque especialista en el Medievo su obsesión sea Indochina.

La proliferación de novelas ambientadas en la Segunda Guerra Mundial no es casual: este conflicto supone, para muchísimas personas de los cinco continentes, una época de la historia reciente fascinante, sean o no aficionados habituales a la historia bélica. Otro ejemplo: en muchas novelas aparecen perros, gatos o bebés. Puede parecer de perogrullo, pero somos muchos (me incluyo) los que contamos entre nuestras obsesiones a nuestras mascotas o (salvando las distancias) a nuestros hijos pequeños. Yo, por ejemplo, tengo dos gatos: ¿alguien se sorprendería de que, de escribir una novela, el protagonista tenga un minino? ¿Alguien se está sorprendiendo de que, ya que estoy hablando de obsesiones, esté poniendo este ejemplo concreto?

Desde hace tiempo, siempre que me acerco a una novela, me sumerjo en un triple juego. Por un lado, intento adivinar las lecturas que más marcaron, estilística y temáticamente, al autor. Por otro, el estado de ánimo con el que escribió la novela. Por último, la obsesión, u obsesiones, que yacen en el trasfondo de la obra. Leyendo detenidamente podemos saber más del autor que con la escueta información que las editoriales nos ofrecen de él en las solapas del libro o en los dossieres de prensa. O, tal vez, esta no sea más que otra de mis particulares obsesiones, ¿quién lo sabe?

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